lunes, 27 de febrero de 2017

MITOS VASCOS-III


MITOS VASCOS




PARA PENSAR


LAS CARAS DE LA MUERTE
Los seres humanos adquieren conciencia de su propia muerte y de su inevitabilidad en cuanto llegan al uso de razón, y es esa una característica que les distinguen del resto de los animales. De ahí viene, en gran medida, la necesidad de construir símbolos que ayudan a soportar la idea de morir.

Esa es, entre otras, una de las funciones que cumple la mitología empleando el lenguaje de los símbolos. Y si lo hace refiriéndose a cualquier sector de la realidad, cuanto más en lo que concierne a la principal fuente de inquietud, la muerte irremediable: medita sobre ella, la examina por todos sus lados y rincones, plantea preguntas y respuestas.

Es una preocupación existencial personal y es también una cuestión social cuando se sospecha que la muerte inopinada o extraña es producida por los hechizos de una persona vecina; y es además una preocupación espiritual que hace pensar en la vida del más allá.

I. RITOS Y MITOS
La tradición ofrece consejos precisos sobre cómo se debe actuar a la hora de la muerte y con qué ritos debe de acompañarse; explica por qué se aparecen los muertos, qué hay hacer en esos casos, como ayudarles a lograr la paz en el otro mundo y a que dejen en paz a los vivos. Los numerosos mitos que hablan de esas cuestiones con un marcado carácter didáctico han sido descritos abundantemente en Euskal Herria.

Aquí no se tratará de ellos, sino más bien de cómo consideran los mitos a la muerte, qué sentimientos y reflexiones ofrecen cuando cuentan como mueren sus protagonistas. Como contrapunto de ellos se puede citar la poesía de Lizardi Bihotzean min dut (Duéleme el corazón), difícil de separar de la música con que la interpreta Valverde, que contribuye a ahondar en el sentido del texto. Lizardi refleja el dolor y la herida que produce la muerte cuando afecta personalmente. A la vez que el refrán «hots-hots, bizion oinok» («resuenan los pasos de los vivos») subrayado por la música, evoca posiblemente la culpabilidad de los que siguen en este mundo, penoso sentimiento, tan arcaico como duradero y vivo, en el que se funda el miedo a los muertos y los ritos apotropaicos destinados a vencerlo.

Más que la experiencia considerada individualmente, los mitos suelen mostrar el resultado colectivo y general: filtrados a través de la malla de los símbolos y decantados durante generaciones, nos ofrecen un producto elaborado y afinado, sin ser por ello ajenos a la vida cotidiana ni carecer de capacidad emocional. En todo caso los mitos contemplan la muerte desde puntos de vista diferentes, mostrando sus múltiples caras, sus pros y sus contras – qué o quién la ocasiona, cómo forma parte de la vida y cómo puede ser detestada o, al contrario, deseada.

II. QUÉ O QUIÉN OCASIONA LA MUERTE
«Dicen que el cuervo es tan negro como lo muerte, pero no lo es jamás» (Azkue 1966: 415). Más negra es la muerte, amarga e insoportable, terrible; hoy en día se repite cada vez con más frecuencia que la vida es «el don más preciado».

Morir es en principio algo natural. Pero siempre se tiende a buscar un sentido y una razón a los trances dolorosos que, de otra forma, por incomprensibles, serían aún más duros de llevar. Una manera de dar sentido al mal es pensar que es producido intencionalmente por alguien, que es algún enemigo quien lo causa; tanto más cuanto que el mal es inesperado y se ensaña con una misma persona o familia. A ese enemigo se le supone cercano y, con frecuencia, la sospecha cae sobre algún vecino que queda así convertido en brujo. La creencia que la muerte puede ser consecuencia de las malas artes de una persona próxima existe o ha existido en todo el mundo; esta idea permite dotar a los problemas particulares de una dimensión más importante: una dimensión social, al suponer que tienen raíz en los conflictos de vecindad; una dimensión sobrenatural, en el sentido de que tienen su origen en la magia, que no son algo natural o banal; al mismo tiempo, la culpabilidad ante la muerte del prójimo se puede proyectar sobre otra persona. También en nuestros días existen tendencias de este tipo, aunque concretizadas de otro modo: cuando un alud se lleva a un grupo de esquiadores, se pone en cuestión al monitor y, probablemente, a los servicios de meteorología. Al conocerse la enfermedad del SIDA, se afirmó en algunos medios que el virus había sido fabricado como arma biológica para la CIA. De forma simétrica, y siempre a la búsqueda de culpables, un semanario americano se preguntaba si la epidemia de encefalitis nilótica que se produjo en New-York en el verano de 1999 no sería un arma biológica de Sadam Hussein. En el pasado se consideró verosímil que las brujas pudieran difundir enfermedades esparciendo polvos contagiosos; hoy en día creemos que los virus se transmiten, y no dudamos de ello.

La brujería explicaba por qué, a pesar de haberse cumplido los ritos y respetado las prohibiciones, el mal seguía golpeando; pero podía ser controlado cuando el culpable lo era: se podía conjurar a los brujos dañinos, y los brujos benéficos trabajaban contra ellos, curando, restableciendo así el equilibrio y devolviendo la tranquilidad. Eran defensas eficaces dentro de la lógica del sistema y, en el peor de los casos, si fallaban y el mal resistía, y si el miedo progresaba, siempre se podía linchar al supuesto brujo (Muchembled 1987: 154), sin que por ello se practicara una persecución sistemática, del tipo de las que llevaron a cabo De Lancre o la Inquisición.

Los brujos fueron tan odiados como la muerte que se creía acarreaban. Ahora se suele decir que fue el cristianismo y la Iglesia quienes diabolizaron a unas brujas que no eran consideradas como maléficas. Y sin embargo el miedo que en las sociedades tradicionales se les tenía era muy real, y no eran consideradas como benéficas sino aquellas que desembrujaban y curaban el mal producido por las otras.

III. LA MUERTE EUFEMIZADA
Sea producida por causas naturales, por brujería o enviada por Dios, puesto que hay que vivir bajo la amenaza de la muerte, los humanos se la representan a veces eufemizada, asociada a símbolos de vida que suavicen sus aspectos más pavorosos aportando algo de consuelo. Así ocurre en un relato de Bizkaia, El enamorado de la lamina:

Un joven pastor conoció en el monte a una muchacha muy bella, y decidieron casarse. Le decían al chico que su enamorada, para ser tan guapa, no podía ser cristiana. La madre del joven fue a consultar al cura, quien le aconsejó que se fijara bien en los pies de la muchacha - en aquel entonces se llevaban faldas largas -, porque si era lamina, en vez de tener uñas como nosotros, tendría garras de gallina.

El muchacho miró los pies de su novia y vio que tenía patas de gallina. Fue a casa, se metió a la cama y no volvió a levantarse, murió de tristeza.

Estaban los vecinos reunidos para velarle, cuando la hermosa muchacha entró, según parece, por el ojo de la cerradura; de una cáscara de nuez sacó una preciosa sobrecama y cubrió con ella el cuerpo de su enamorado. Unas mujeres decidieron quedarse con la valiosa sobrecama y la cosieron con clavos a la cama. Pero en el momento de poner el cadáver en el ataúd para llevarlo a enterrar, la muchacha les arrancó la sobrecama, la volvió a meter en su cáscara de nuez y se marchó como había venido (adaptado de Arana 1996: 244).

La muerte de un joven es siempre un suceso muy doloroso; pero si sucede por amor, la asociación de thanatos a eros presta a la muerte prestigio poético restándole a la vez un poco de su aspecto pavoroso. El símbolo actúa eufemizando, de manera que el binomio amor / muerte ha inspirado algunas las obras más bellas de la literatura, y cómo no recordar Tristán e Isolda, tanto más cuanto que está basada en la tradición mítica y que la muerte de los amantes es, junto con el amor, fundamento de la novela.

Otro símbolo muy significativo en la historia del pastor y de la lamina es el de cubrir el cadáver. El ser envuelto en un tejido es como volver a estarlo en el amnios, en el interior de la matriz, dispuesto a nacer de nuevo. Si la sobrecama está a su vez en el interior de una nuez, lo está también imaginariamente el cadáver, como dentro de una matriusca, de forma que el símbolo intimista es recurrente y está redoblado. La cáscara evoca también el huevo y su núcleo, principio de vida que es igualmente promesa de nacimiento.

La misma idea es expresada por el interior de la tierra, que encontramos en algunos relatos de los jentiles. Los «jentiles», como los «mairu» (moros) son unos hombres grandes que, según ciertos mitos vascos, fueron destruidos. Unas versiones cuentan que, cuando vieron la primera nube o la primera lluvia, se refugiaron aún más profundamente en su cueva y que desde entonces no se les ha vuelto a ver (Barandiaran 1984a: 103). En Orozko se dice que los jentiles tenían aterrorizado a todo el pueblo y que raptaban a las muchachas. En una ocasión se llevaron a una joven al castillo que tenían en el pico de Untzueta y la encerraron detrás de puertas de hierro; los hermanos de la joven llegaron armados de palancas hechas también de hierro, rompieron las puertas y rescataron a su hermana. Un informador precisa que los jentiles estaban echando la siesta a la sombra del muro del castillo cuando los hermanos atacaron, y que lo hicieron, como labradores que eran, utilizaron las palancas a guisa de layas - instrumentos de labranza, palas fuertes de hierro con que se remueve la tierra - para derribar el muro y echarlo sobre los jentiles (Arana 1996: 254, cfr. capítulo «Relaciones de vecindad»).

Si los jentiles quedaron bajo tierra se puede entender que no fueron eliminados para siempre. Interpretándolo en código agrícola, los hermanos de la muchacha efectuaron el gesto del labrador, derribando el muro del castillo como si fuera la tierra con la que se cubre la semilla que volverá a brotar. Es muy conocido el símbolo que atribuye a un ser enterrado la posibilitar de renacer, y como tal se encuentra en el evangelio de San Juan (XII, 24): «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo, mas si muere lleva fruto».

El mismo sentido tiene enterrar los huesos en los cuentos del tipo «My Mother Slew me, my Father Ate me» (cfr. Aarne & Thompson, T 720), que en una versión vasca lleva el título de Beñardo.

En un tiempo vivían padre y madre y Catalina y Bernardo. En cierto día la madre les dijo que para el que volviera primero de la escuela habría una taza de leche. Regresó primero Bernardo, pero no había leche. La madre lo mató con un gran cuchillo, lo desmenuzó y lo puso a cocer en una caldera.

Cuando llegó Catalina, preguntó dónde estaba Bernardo, y pronto vio sus dedos hirviendo en la caldera. La madre le dijo que había de llevar la comida al padre. Iba llorando Catalina cuando halló a una anciana, y ésta le dijo que, después que el padre hubiera comido, recogiera todos los huesos del hermano. El padre le preguntaría «¿Para qué quieres esos huesos?» Y que ella respondiera: «Para jugar. » Y que una vez vuelta a casa cogiera una azada, abriera un hoyo en el jardín y enterrara todos los huesos; y que la madre le preguntaría:

- ¿En qué te ocupas, Catalina?

- En plantar ajos.

- Sí, sí, plántalos que ya hace falta.

Catalina siguió los consejos de la anciana; y a la mañana siguiente había en el jardín un peral, y encima de él estaba Bernardo cantando:

«La madre me mató / El padre me comió / Mi hermanita / Me resucitó».

Y le dio a la madre una pera podrida y a su hermana le llenó toda el halda de peras (adaptado de Barandiaran 1962a: 77-82).

Incluso sin ser enterrados, los huesos pueden hacer revivir al ser al que pertenecieron. Los primitivos cazadores, para impedir que las especies que cazaban se agotaran, envolvían los huesos en la piel del animal muerto, de manera que pudieran resucitar (Ginzburg 1992: 160-165). Este tipo de resurrección lo encontramos también en la tradición cristiana popular, en los milagros de los santos narrados en la Legenda Aurea (1967 II: 29). Un guardián de cerdos, para saciar el hambre de San Germano y de sus compañeros, sacrificó el único ternero de la casa; el santo recogió los huesos del animal dentro de la piel, hizo una oración y el ternero se levantó vivo. La simbología de estos ritos, más que con el enterramiento, tiene que ver con el gesto de la lamina cubriendo el cadáver, pero la intencionalidad es la misma.

IV. LA VIDA Y LA MUERTE APAREADAS
«Nigarrez sortu nintzen, nigarrez hiltzeko. » («Nací llorando para morir llorando»), dice la canción que equipara el inicio y el fin de la vida, subrayando con pesimismo su tristeza. Equiparar la muerte y la vida es aceptar que la una forma parte de la otra. De hecho, muchas veces aparecerán emparejadas en sentencias como esa de que «nacemos para morir», en la idea de que lo uno supone irremediablemente lo otro. Los Hopis de Arizona reciben a los recién nacidos deseándoles una vida venturosa y una muerte dulce.

La muerte y el nacimiento ocupan lugares paralelos en dos relatos vascos, Las laminas de Senpere y La partera de la laminas. El primero dice:

Hace unos doscientos años, bajo el puente de Utsalea de Senpere moraban las laminas. Un vez uno de esos laminas iba a morir. Pero un lamina no puede de ninguna manera morir si una persona humana como nosotros no reza ante él una oración aunque sea breve. Así que uno de ellos (en Euskal Herria oriental las laminas suelen ser seres masculinos) se acercó a Gaazetxea, casa dónde tenía un conocido.

- Por favor venga a nuestra casa, tenemos a alguien que está muy mal y que no exhalará su último aliento hasta que uno de ustedes le vea y le rece una pequeña oración. Le daremos una buena recompensa: cincuenta francos y un hermoso regalo.

La mujer de Gaazetxea fue pues hasta el puente de Utsalea, y cómo para entrar en aquella morada había que atravesar el agua, el lamina, «kaxk», golpeó el agua con una varita especial, y al instante el agua se dividió en dos partes. Después de pasar, otra vez hizo «kaxk» y se volvió a juntar en agua. Entraron y, después de que la mujer rezara una oración por el moribundo, le invitaron a comer y le dieron un pan excelente, blanco como nieve. Ella cogió en su pañuelo un trocito para enseñarlo en casa. Y cuando va a marcharse, al hacer «kaxk» el agua no se separa:

- ¿No se llevará sin darse cuenta algo de aquí?

- No, no.

- Pues no puedo separar el agua...

- He cogido un poco de pan en el pañuelo, para enseñarlo en casa.

- No se puede llevar nada de nuestra casa, nadie debe de ver nunca nada nuestro.

Devolvió el pan y el agua se separó (Barbier 1931: 22).

El segundo relato, La partera de la lamina, es muy conocido en Euskal Herria, desde Zuberoa hasta Bizkaia, y tiene semejanza con el anterior, salvo que es para nacer cuando las laminas necesitan de una persona humana.

La víspera de San Juan, a la salida del sol, se presentó ante la señora de la casa Gorripete de Eskiula una joven muy bella.

- Buenos días Margarita, debe usted de venir conmigo al bosque, hay una mujer que está de parto y tiene que ayudarle.

- ¿Y quién es usted? Yo no le conozco.

- Ya lo sabrá. Sígame por favor: le haremos afortunada si ayuda a que nazca con bien esta criatura.

La lamina le convenció y fueron las dos hacia el bosque. Cuando llegaron, la lamina le dio a Margarita una varita:

- Dé un golpe en la tierra.

Obedeció la mujer y al instante se abrió ante ellas un amplio portal. Entraron y se encontraron en un hermoso palacio, y cuanto más adentro era aún más hermoso, todo él reluciente como el sol.

Entran en una habitación, la más grande y bella de todas, y en medio estaba la lamina con dolores de parto, y todo alrededor había unas gentes pequeñitas.

Cuando Margarita hubo terminado su trabajo, le agasajaron por todo lo alto y, particularmente, le dieron un pan tan blanco como la nieve. Pero cuando Margarita se dispone a volver a casa, no podían abrir la puerta de ninguna manera.

- ¡Usted ha cogido algo de aquí! - le dice su compañera.

- No, no. No he cogido más que un pedazo de pan para enseñar en casa lo bonito que es.

- Pues tiene que dejarlo aquí.

Y en cuanto lo dejó la puerta volvió a abrirse.

- Aquí tiene su salario, una pera de oro. No se lo diga nunca a nadie y, todas las mañanas, encontrará junto a ella un montón de oro.

Margarita hizo lo que dijeron y, después de saldar todas las deudas de la casa, todavía le quedó una gran riqueza.

El marido empezó a ponerse celoso y, por tener paz en casa, su mujer le contó el secreto. A la noche siguiente perdió la pera y no volvió a encontrarla. Y todavía hoy en día, en esa zona, hay unas grutas que se llaman agujeros de las laminas (resumen de Cerquand 1986: 39).

En la primera historia la muerte ocupa el mismo lugar que ocupa en la segunda el nacimiento. Es decir que, para las laminas, el principio y el final de la vida son momentos comparables, en la medida que en los dos necesitan de una persona humana. En la vida real también solía ser la misma persona la que lavaba a los recién nacidos y a los muertos (Verdier 1979: 140).

Otra manera de relacionar la vida y la muerte es considerar la segunda como parte de la primera. Muchos cuentos de hadas terminan asegurando que los protagonistas fueron felices, ricos y que vivieron muchos años. En Euskal Herria, sobre todo en algunos relatos recogidos en Iparralde por Webster y Barbier, la fórmula final suele ser: «Ongi bizi baziren ongi hil ziren» («Si vivieron bien, murieron bien» (Kaltzakorta 1989: 23). Es decir que el parámetro de la felicidad es morir bien después de haber vivido bien y que no es una buena vida aquella que no está coronada por una buena muerte. Cuando el rey Creso de Lidia (Anatolia) fue apresado por Ciro de Persia y condenado a muerte, recordó las palabras del sabio Solón: «No se puede medir la felicidad de nadie hasta saber cómo ha muerto». Al oír lo cual Ciro le perdonó la vida y le dio alojo en su palacio.

El deseo que expresan los cuentos vascos es el de bien morir y no el de vivir para siempre o ser inmortal, y la muerte es bien aceptada cuando es buena.

V. BUENA VIDA Y MALA MUERTE 
Más que aceptada, la muerte puede ser deseada, sobre todo cuando tarda a causa una larga agonía, y de ello se hacen eco con frecuencia los mitos vascos. El horror que ya de por sí inspira ese trance viene aumentado por la creencia existente en algunos lugares de que una muerte difícil es señal de condena.

Hemos visto cómo las laminas de Senpere facilitaron la muerte de su compañera haciendo que se le rezara una oración. Las prácticas destinadas a abreviar la agonía no se encuentran solo en los mitos, sino también en rituales precisos. En Behorlegi (Baxenabarre) me hablaron de una misa ofrecida a la Virgen de Roncesvalles «para que al enfermo descansara». En Zerain, cuando un enfermo sufría una agonía larga, recogían dinero en el barrio para una misa para por su descanso (Goñi 1991: 64). En Francia, a pesar de las reprobaciones del clero, existía una misa de liberación, llamada «topezu», que todavía se celebraba en el departamento Côtes-du-Nord cuando Van Gennep estaba haciendo su recopilación (1946: 666), y él mismo da cuenta de peregrinaciones a ciertas iglesias especiales, como la de Saint Languinon (San Lánguido) en Auvernia. Sébillot (1968 II: 240) nos habla de la fuente de Saint Languiz, en Basse Bretagne, cuya agua tenía la virtud de «curar» al enfermo librándole del peso de la vida. El nombre de esos santos, derivado del verbo languidecer, revela claramente qué tipo de gracia concedían. Otro procedimiento para alcanzar el mismo objetivo era el de dar al enfermo a besar un hacha de piedra (Van Gennep, ibíd.).

Estos ritos pueden ser considerados como eutanásicos, aunque se trate de una eutanasia mágica, ya que se tenían por eficaces. Se decía que una agonía larga podía ser provocada por el diablo en su lucha por llevarse el alma, lo que naturalmente da legitimidad a la oración que provoca la muerte.

También al embrujamiento podía acarrear una mala muerte, al igual que la maldición. De estas últimas la más grave, en Orozko, era decir, «Ojalá no tenga buen fin»; o bien, «No te perdonaré ni en la última hora»: «así se prolongaba (el) estado agónico, hasta que el maldiciente se presentara a perdonarle» (Barandiaran 1973a: 57-59).

Hay en nuestra mitología unos espíritus diminutos y malignos causantes de la imposibilidad de morir: son los familiares («prakagorriak»). Se guardan en un alfiletero y, cuando se les deja salir, no paran de pedir trabajo; pero cuando se les encarga uno, lo realizan al momento e inmediatamente vuelven otra vez a la carga. Se les llama también «fuerzas de la brujas», por las cosas maravillosas que realizan. Quien posee familiares lleva una vida fácil y se hace rico sin trabajar.

Pero estos familiares tienen muy malas mañas, sobre todo la de no dejar morir a su dueño hasta que se haya desecho de ellos: padece así una dura agonía con grandes sufrimientos, y no puede morir. La única solución es donar los familiares a alguien que los acepte (cfr. capítulo «Mujeres, I»). En Orozko, algunas personas, ya mayores en 1990, conocieron a un pastor de la majada de Itzingoti, increíblemente veloz a la carrera, y decían que lo era gracias a los familiares, cosa que él negaba; cuentan que cuando se vio en trance de morir se los donó a una cabra y que el animal salió volando por los aires, sin que volvieran a verlo nunca más. Algo semejante le sucedió a una joven llamada Jakoa:

Un hombre que tenía genios familiares se puso muy enfermo y no podía morir. Llamó a su hija que estaba de criada en Bilbao y le ofreció los familiares. La muchacha los aceptó y al instante salió por los aires; y desde entonces andaba siempre en el aire, sin poder pararse en ninguna parte; los que la conocieron dicen que era bruja.

Es muy parecida una de las historias de la Señora de Anboto, personaje importante de nuestra mitología, que influye en el tiempo meteorológico. Vive en las cuevas de algunos montes y, cuando se muda de uno a otro, se le solía ver cruzando el cielo en llamas (cfr. capítulo «Divinidades de tormenta»). En algunos de los relatos dicen que es por causa de los familiares.

Había una solterona que poseía familiares y que, cuando le llegó su hora, no le dejaban morir. Se los donó a la criada y ésta, en el momento mismo de aceptarlos, salió por el aire; y así quedó condenada a andar de un monte para otro, toda en llamas y entre relámpagos. Esa es la Dama de Anboto.

La sirvienta de este relato, a cambio de haber posibilitado la muerte de su patrona aceptando sus familiares, se convierte en un ser del otro mundo, en principio inmortal, puesto que la condena es para siempre. La inmortalidad de la una es el precio de la mortalidad de la otra.

VI. LA MUERTE DESEADA
Más que el deseo de inmortalidad, la mitología vasca expresa el miedo a la mala muerte. Según Guillaumie (citado por Lafitte 1941: 21), si las laminas quieren compartir la vida de los humanos, es sobre todo para «perder la inmortalidad que les atormenta». Es posible que esta afirmación esté basada en la historia a la que nos hemos referido más arriba, en la que las laminas necesitan de la oración de un ser humano para morir, pero es más probable que se trate del problema que subyace en el relato, también citado, de El enamorado de la lamina. Paracelso explicó que las lamias eran inmortales hasta el Juicio Final, pero que a partir de entonces desaparecerían y les sería negada la salvación eterna, salvo que lograran adquirir la mortalidad de los humanos casándose con uno de ellos (Le Roy Ladurie 1971: 617).

Vale la pena ver hasta qué punto puede ser llevado el fantasma de la imposibilidad de morir en algunos mitos. A propósito de uno sobre la inmortalidad, Frazer (1984 IV: 62-63) nos muestra que ésta es tan temida como deseada es la riqueza. Una dama de Holstein que vivía alegremente y comía bien, deseó vivir para siempre; al principio todo fue bien, pero con el paso de los años empezó a encogerse y a consumirse hasta que no pudo andar ni alimentarse. Y seguía sin poder morir. Le daban de comer como si fuera una criatura y, cuando se hizo más pequeña, la pusieron en una botella de vidrio que colgaron en la iglesia de Santa María de Lübeck. Allí está, decían, no más grande que un ratón, y solo se mueve una vez al año.

Es la leyenda que Ovidio relata en sus Metamorfosis y que se refiere a la Sibila de Cumas, cuya edad en aquella época era ya de setecientos años:

Se cuenta que el dios Apolo, enamorado de la Sibila, le prometió que cumpliría sus deseos. La Sibila le pidió vivir tantos años como partículas había en un puñado de polvo; pero se olvidó de pedir también perpetua juventud. El dios se lo ofreció a cambio de su virginidad, la Sibila rehusó y, así, a medida que envejecía se iba desecando y mermando, para acabar quedándose del tamaño de una cigala. La tenían como si fuera un pajarillo, dentro de una jaula, colgada en el templo de Apolo de Cumas. Los niños se divertían preguntándole: «Sibila, ¿que deseas? ». Y ella respondía con voz cavernosa: «Deseo morir» (resumido de Grimal 1951: 421).

El destino y las palabras de la Sibila no han dejado de suscitar inquietud, T. S. Eliot las puso como exergo en su libro The Waste Land: «Nam Sibyllam quidem Cumis ego ipse oculis meis vidi in ampulla pendere, et cum illi puero dicerent: Σίβυλλα τί θέλεις; respondebat illa: á¼€ποθανεá¿–ν θέλω».


«El cant de la sibil.la», que se canta por Navidad en Provenza, Catalunya y Baleares, nos introduce en ese ambiente tenebroso, aun cuando no aluda a la imposibilidad de morir, sino al Juicio Final. Pero ya hemos visto que, según dijo Paracelso, el fin del mundo está relacionado con los seres que hasta entonces serán inmortales, es decir, con las lamias y melusinas.

El irlandés Jonathan Swift ha retomado este tema de la inmortalidad en sus Viajes de Gulliver. En el décimo capítulo, el protagonista llega a la isla de Luggnagg:

En esa isla hay unas personas que llaman Strulddbrugg o inmortales; de vez en cuando nace un bebé con una mancha encima de la ceja, que es la marca de la inmortalidad.

Gulliver piensa que debe de ser una gran ventura nacer struldbrugg, y se pone a pensar en la cantidad de cosas estupendas que él realizaría si fuera inmortal: sería sabio, rico, filántropo e historiador. Pero pronto sale de su ensueño, porque también él había olvidado la condición de seguir siendo joven.

Los struldbrugg reúnen todas las taras físicas y psíquicas de las personas muy ancianas, además de las que acarrea la perspectiva de que jamás se acabarán: están inválidos, son feos y susceptibles, y sobre todo egoístas e insociables.

A causa de todos esos defectos, a partir de los ochenta años se ven privados de sus derechos cívicos, por temor a que utilicen su experiencia de la vida para su propio enriquecimiento y en perjuicio de los demás.

Como les falla la memoria, les es imposible ser historiadores; y como con el tiempo la lengua evoluciona y ellos no pueden adaptarse, se convierten en extranjeros en su propio país y no pueden conversar con los demás, ni leer, ni escribir.

Cuando ven pasar el entierro de una persona normal se ponen a lloriquear y a suspirar por un final que a ellos nunca les va a llegar.

Visto lo cual se le calmaron a Gulliver sus ansias de vivir eternamente y pensó que antes que esa clase de vida sería preferible cualquier clase de muerte, por mala que fuere.

Las reflexiones de Swift van en el sentido de eufemización de la muerte y, a diferencia de los mitos, él concluye con una lección explicita: morir es seguramente la mejor solución. Lo que nos hace volver de nuevo a la conclusión de los cuentos vascos y al ideal que expresan: vivir bien y morir bien.

Este discurso sobre la muerte, equilibrado y de sentido común, está muy lejos de los sueños locos de inmortalidad; pero lleva la marca de la resignación, más patente en una época en que en biología se empieza a hablar de que la vida (la vida celular) no está programada para la muerte; al mismo tiempo resulta bastante banal, sobre todo si lo comparamos con la muerte de Isolda - otra irlandesa - embellecida por el amor y ensalzada por la música de Wagner, aunque en su magia se adivine la atracción que ejerce el abismo de la nada.

ANUNTXI ARANA

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