Procesos de
tradicionalización en el carnaval de Buenos Aires
RESUMEN
En
este artículo analizamos el impacto de la recreación del folklore carnavalesco
en la ciudad de Buenos Aires, cuando nuevos agentes (el estado, el mercado,
artistas populares) tradicionalizaron prácticas folklóricas,
contextualizándolas al momento presente.
Las antiguas agrupaciones del carnaval de Buenos Aires, denominadas murgas o centro-murgas, vieron entonces transformadas sus condiciones organizativas y expresivas.
Las antiguas agrupaciones del carnaval de Buenos Aires, denominadas murgas o centro-murgas, vieron entonces transformadas sus condiciones organizativas y expresivas.
La inclusión de las agrupaciones y festejos carnavalescos en la agenda de las políticas culturales, modificó en los últimos 20 años las condiciones de producción y reproducción anteriores. Esto reconfiguró el espacio social donde los agentes sociales involucrados confrontan sus saberes y sus proyectos de carnaval.
INTRODUCCIÓN
La celebración del carnaval en la ciudad de
Buenos Aires ha sido una fiesta popular y extendida entre las costumbres de su
población. La fiesta brindó magníficos escenarios para teatralizar distintos
dilemas que fue atravesando la sociedad porteña.
En las últimas décadas del siglo XIX, variedad de agrupaciones carnavalescas representaban a la Babilonia porteña de esa época. Para la celebración de los carnavales se organizaban tunas, murgas, rondallas y estudiantinas de corte español; orfeones, comparsas y sociedades musicales a la italiana; sociedades candomberas, tradicionalistas y gauchescas que representaban al criollismo local. Esta variedad de nombres y de tipos organizativos exhibía la gama de orígenes étnicos y raciales que conformaron la población de la ciudad durante el periodo de la llamada organización nacional (Martín, 1997).
A lo largo del siglo XX, la historia del carnaval de Buenos Aires transitó las altas y bajas de la vida política nacional. Irreverente y locuaz en periodos constitucionales, limitado y prohibido durante las dictaduras, golpes de estado en 1930, 1943, 1955, 1966 y 1976 fueron controlando y limitando severamente los juegos del carnaval. El 9 de junio de 1976 la última dictadura militar (1976-1983) eliminó a la fiesta del carnaval del calendario oficial (decreto 21.329).
Por otro lado, sobre estas tradiciones festivas de larga data, irrumpieron a lo
largo del siglo XX elementos de modernización, tales como la comercialización
de servicios e insumos, el uso de nuevas tecnologías de la comunicación. El
poder de penetración de las llamadas «industrias culturales» reformuló los
festejos en los carnavales de todo el continente (Cf. Calvancanti, 1994;
CondarcoSantillán, 2003; Danticat, 2002; Millet et al. 1997). En la ciudad de
Buenos Aires, podemos mencionar algunos de los procesos culturales que fueron restando
protagonismo al carnaval, (aunque también se combinaron con esta celebración):
la organización de grandes bailes animados por excelentes orquestas; el acceso
al veraneo de sectores de la población que no accedían hasta la década del 50'
(veraneo que coincide con las fechas del carnaval); y sobre todo, la ausencia
de una política cultural que sentara las bases para el desarrollo de la
festividad.
De este modo, las formaciones carnavalescas diversas y complejas de principios del siglo se simplificaron desde la década del 30' en unas pocas variantes: comparsas, centro-murgas y agrupaciones humorísticas. La tradición popular del carnaval porteño fue sostenida y reproducida en estas formaciones como un entretenimiento para los sectores de menores recursos, un arte grotesco, menor, proscripto. En el contexto combinado de las presiones mercantilistas por un lado, y de políticas represivas por otro, murgas, comparsas y grupos humorísticos se han destacado en la ciudad como manifestaciones aisladas de la declinante fiesta del carnaval.
La hipótesis general que orienta este trabajo plantea que las formas en que se produjeron y reprodujeron estos grupos carnavalescos actualiza saberes y valores transmitidos por la experiencia y la repetición, en formatos orales, es decir, folclóricos. La gran variabilidad de estos grupos carnavalescos, tanto en una perspectiva sincrónica como en el tiempo, obedece al carácter folclórico, no oficial, de estas prácticas. Conforman rasgos de un folclore urbano y fuentes que permiten visualizar la riqueza y expresividad de una cultura popular urbana compleja, politizada y bastante desatendida en su estudio y análisis. Sus transformaciones desde el siglo XIX hasta la actualidad, han sido acordes con los procesos sociohistóricos generales, en relaciones de subordinación y lucha, así como de visiones contrapuestas y alternativas con respecto a los discursos y dispositivos hegemónicos. Justamente, estos grupos celebrantes del carnaval, volverían a reactivarse a fines de la década de 1980, (cuando muy pocos de ellos se seguían organizando), por el ingreso de jóvenes con esmerada educación formal que comienzan la búsqueda, indagación y práctica de las ignoradas artes carnavalescas.
En este artículo describiremos las formas de la representación y organización
de las murgas porteñas desde mediados del siglo pasado, analizando diversos
factores que en los últimos 25 años han tradicionalizado tales prácticas
folclóricas. Diferentes agentes se sumaron entonces a la activación de aquellas
formas carnavalescas, dando lugar a la creación de valor en torno a un género
de la cultura popular. Abordamos también algunas de las consecuencias de la
incorporación de nuevos actores a las artes del carnaval, disponiendo un
acelerado proceso de reconfiguración en el sector. Para este recorrido nos
basaremos sobre registros de nuestro trabajo de campo, así como artículos
periodísticos y libros referidos al tema.
Comenzaremos con una revisión crítica del concepto de tradición, y un desarrollo metodológico de nuevas formas de operacionalización de este concepto.
DE LA TRADICIÓN AL PROCESO
DE TRADICIONALIZACIÓN
La dicotomía tradición/modernidad ha sido
fundante del pensamiento moderno, así como de la consecuente división
intelectual de las ciencias positivistas a fines del siglo XIX. De este modo,
la sociología se interesaba por las sociedades industriales - estatales, la
antropología estudiaba sociedades primitivas, pre-industriales, en tanto al
folklore correspondía el registro de la cultura de los sectores
pre-industriales en el marco de las sociedades nacionales. Esta dicotomía
supone dos estados excluyentes de lo social: la tradición como lo arcaico,
inmutable, inalterable; lo moderno como lo nuevo, creativo y renovable.
En los estudios sobre folclore, la tradición refiere tanto al proceso de continuidad y transmisión entre el pasado y el presente, como al conjunto de saberes y prácticas reproducidos por la repetición y la costumbre. Es decir, la visión clásica de tradición comporta una dimensión diacrónica (no necesariamente histórica), el paso de un estado a otro; así como una dimensión clasificatoria, referida a un conglomerado cultural, acervo, legado o herencia de los antepasados. La tradición explicaba tanto un mecanismo de reproducción cultural, como al mismo conjunto o bagaje cultural de bienes ancestrales.
Esta visión sustancialista, a-histórica, con anónimos y pasivos «portadores» de la tradición (tanto más auténtica cuanto más inalterada) dio paso a una visión procesual y constructivista, donde el pasado es significado desde el presente. Como señala Raymond Williams:
«.la 'tradición' ha sido
comúnmente considerada como un segmento relativamente inerte de una estructura
social: la tradición como supervivencia del pasado. Sin embargo, [.] siempre es
algo más que un segmento histórico inerte; es en realidad el medio de
incorporación práctico más poderoso. Lo que debemos comprender no es
precisamente 'una tradición', sino una tradición selectiva: una versión
intencionalmente selectiva de un pasado configurativo y de un pasado
preconfigurado, que resulta entonces poderosamente operativo dentro del proceso
de definición e identificación cultural y social.» (Williams, 1997: 137)
La tradición entonces, más que un repertorio
de discursos y costumbres arcaicas, reproducidos pasivamente, se enfoca como un
proceso de reelaboración de un pasado apelado desde el contexto presente.
Williams articula a la tradición con las formas modernas de poder, definiéndola
como «hegemonía en acción». Ubica a la tradición entre las formas de
reproducción cultural menos estructuradas, que al no depender de instituciones
específicas (como la educación, la religión, el derecho), puede atravesar y
permear al conjunto social. Esto nos ayudará a conceptualizar las prácticas
culturales analizadas en relaciones variables de autonomía o determinación
relativas, según las distancias respecto de las formas dominantes de
reproducción social.
Tomando distancia también de los enfoques sustancialistas de la tradición, Charles Briggs y Richard Bauman operacionalizan este concepto hablando de «procesos de tradicionalización». Enfatizan la dimensión creativa y generativa del lenguaje, en tanto que «[...] estructura, forma, función y significado no son considerados como rasgos discretos e inmanentes a fenómenos invariables o de transformación lenta en el transcurso del tiempo, sino resultado de un proceso dinámico de producción y recepción del discurso.» (Briggs y Bauman 1996: 89).
Denominan «proceso de tradicionalización» a las conexiones pragmáticas que en el discurso se establecen conectando enunciados actuales con discursos del pasado. Retoman el concepto de «intertextualidad», derivado de la lingüística dialógica de Mijail Bajtín, para establecer las relaciones diacrónicas que se establecen con versiones anteriores de un mismo género o discurso. La eficacia y habilidad de cada interpretación permitirá establecer relaciones de intertextualidad con otros enunciados, que se vinculan así en cadenas discursivas que unen la actuación presente con otros enunciados contemporáneos, intertextualidad sincrónica, o anteriores, intertextualidad diacrónica o histórica.
El desempeño en estas habilidades comunicacionales construye autoridad (relaciones de poder) en el uso y la contextualización de las expresiones orales (Briggs y Bauman, op.cit.) Se introduce así la posibilidad de un análisis que dé cuenta no sólo de la variación y encadenamiento en los procesos de generación discursiva, sino de la agentividad de los hablantes como creadores de significación.
En nuestro caso, observamos prácticas sociales abiertas y alejadas de los dispositivos dominantes de control social. Es decir, que se plantean como formas alternativas y originales a los entretenimientos más institucionalizados y mercantiles. Por ésto, el eslabonamiento de tradicionalizaciones se halla condicionado por las presiones hegemónicas de cada coyuntura histórica. Como veremos también, la indiferencia oficial frente a estos festejos mantuvo sin embargo un ojo vigilante hacia ellos, con picos bruscos de intervención, tanto cuando los prohibe o suprime, como cuando los incorpora e interviene.
Realizaremos a continuación, un recorrido por algunos momentos de la celebración del carnaval en la ciudad de Buenos Aires. Planteamos como hipótesis, que las formas del festejo se van modificando según su contexto histórico y político, en tanto los procesos de tradicionalización orientan la práctica de los agentes interesados, como apropiaciones dinámicas realizadas desde el tiempo contemporáneo, y de acuerdo con contextualizaciones evaluadas en cada momento.
MURGAS AUTOGESTIVAS DURANTE 1980
Murgas, centro-murgas, comparsas,
agrupaciones humorísticas, son los nombres de grupos que festejaron el carnaval
en la ciudad de Buenos Aires durante las últimas décadas del siglo XX. Los
preparativos se iniciaban apenas terminadas las fiestas de fin de año. Las
primeras actividades involucraban a adultos, generalmente hombres, que
comenzaban a reunir amigos, parientes y vecinos. Ellos desempeñarán distintos
papeles artísticos, tales como bailarines, cantores, músicos. Se operarán
entonces las primeras transformaciones: de vecino de barrio a artista
aficionado. De consumidor de radio, diarios y TV, a primer actor de las calles;
de ciudadano que vota cada cuatro años a persona con opinión y voz propia.
Estos grupos se organizan alrededor de uno o varios vecinos insertos y reconocidos en algunas de las redes sociales de los vecindarios de la ciudad. Tales redes informales pueden ser la «barra del café», la «parada de la esquina», la parentela, la práctica del fútbol o ver los domingos al club de fútbol del barrio. Son estos vecinos quienes convocan a otros participantes (a veces en forma de comisión organizadora), arman la propuesta artística y consiguen escenarios para las actuaciones en tiempos del carnaval.
El aprendizaje y la reproducción de los centro-murga se produce de acuerdo con
los patrones folclóricos de la experiencia, la imitación y la repetición.
Durante los ensayos, niños y jóvenes, componentes mayoritarios de las murgas,
ocupan su tiempo de receso escolar en una práctica en la que son iniciados por
sus mismos padres, que fueron generalmente murgueros en su juventud. A su vez,
los mayores participan de esta actividad acompañando a sus hijos (Martín,
1996).
Con los ensayos se activa un amplio circuito de relaciones sociales. Los vecinos, amigos, familiares, deciden participar o no, de qué manera, en qué agrupación. También para elegir se toman en cuenta el prestigio del centro-murga, los buenos escenarios, el cuidado por la seguridad de sus integrantes, el tipo de autoridad esgrimido por los directores. Sostener y participar en estas organizaciones populares, tiene efectos en la activación de relaciones sociales que impactan en la construcción de identidad y poder. Es decir, crean y refuerzan liderazgos en el contexto de un barrio.
Vemos a cada murga reunida por medio de lazos frágiles, porque implican subordinación y jerarquía en una organización totalmente voluntaria. Jerarquía que encumbra a los varones adultos, quienes dirigen, convocan y organizan, y en consecuencia quienes toman las decisiones. Subordinación de las mujeres y los adolescentes, que si bien son los integrantes más numerosos de las murgas, no participan en las decisiones ni en la distribución de recursos.
Pero a su vez, entre los varones adultos, las fricciones y competencia en vistas a ganar reconocimiento, posiciones y liderazgos, implica un delicado pero férreo manejo de las tensiones internas y externas al grupo. Teniendo estos grupos además un propósito manifiesto de carácter recreativo y expresivo, algunas veces la competencia no se encuentra centrada en la autoridad o administración de los recursos, sino desplazada hacia el virtuosismo en la danza, percusión o canto, y viceversa, el excesivo destaque en algunos roles artísticos podía desencadenar el conflicto, ahora por el prestigio.
LA REPRESENTACIÓN ARTÍSTICA DE LA MURGA PORTEÑA
La murga porteña representa un arte total. En
ella se expresan todas las ramas de las bellas artes: la música, la danza, la
poesía, el teatro, la plástica, en versión carnavalesca. Cada centro-murga se
identifica por dos o más colores que lucen en su vestimenta, así como por su
nombre, p. e. «Los Elegantes de Palermo», «Los Chiflados de Almagro», que reúne
un apelativo romántico o grotesco con el nombre del barrio donde se origina y
asienta el grupo mayoritario.
La presentación de los centro-murga se inicia con un frente detrás del cuál se ordenan los distintos personajes que los componen. Abre la marcha el estandarte, en el que aparecen en letras brillantes el nombre de la agrupación, el año de su fundación y el año del carnaval en curso. Acompañan al estandarte dados gigantes, abanicos, disfrazados, el payaso, lanzallamas, zanqueros, que suelen llamarse «fantasías»; son una serie de personajes individuales que abren el paso de la murga entre su público.
La presentación de la murga en la calle no puede pasar desapercibida. Los colores de la vestimenta y el ritmo atronador de los tambores permiten percibir la presencia de la murga desde varias cuadras a la redonda. La vestimenta está confeccionada en tela brillante (raso o satén), que combina en cada traje dos o más colores propios de cada murga.
Los bombos constituyen la única banda musical de la murga porteña. Se trata de grandes tambores de dos parches laterales, con platillos de bronce incorporados en la parte superior del bombo. Según Ortiz Oderigo, «El término proviene del congoleño bumba, que significa 'batir', 'tañer', 'percutir'. En el Congo, la voz designa, asimismo, al dios de las aguas» (Ortiz Oderigo, 1974:161).
Este desfile de entrada se realiza bailando. El orden de marcha de las decenas de murgueros reproduce el orden de edad en mujeres y hombres: primero los niños, denominados «mascotas», luego los jóvenes y cierran de los bombos con platillos, junto con los «directores», quienes son los mejores bailarines (generalmente hombres). Avanzan en filas dobles, a veces de a tres si la formación es muy numerosa. Los directores pautan con silbatos los distintos momentos de la performance murguera. Esta entrada al corso callejero, que puede durar una o varias cuadras, provoca un efecto de arrastre en el público. Ellos van siguiendo el desfile hasta el escenario donde continuará la actuación.
Una vez arribado el conjunto al escenario, las canciones constituyen el número central de la representación murguera. Los cantores, directores, algunas mascotas, disfrazados, y el estandarte, suelen subir al escenario, que difícilmente pueda albergar a toda la murga. «Escenario» y «calle» son los espacios públicos que ocupa la murga porteña. En la calle se lucen bombistas y bailarines, la murga danza mientras desfila. En el «escenario» la murga canta, con opinión y picardía. Todas las canciones se acompañan rítmicamente por el bombo con los platillos, entonadas por uno o dos cantores y el coro. Las melodías son tomadas de canciones de la música popular y sus letras adaptadas por los poetas murgueros.
Se suelen cantar tres canciones: las de presentación, luego la «crítica» o «parodia» y finalmente la despedida o retirada. Las presentaciones y retiradas pueden ser anticipadas por un recitado o glosa previa, que no es obligatoria.
El recitado y canción de presentación informan al público las señas del centro-murga: su nombre, el barrio de origen, las características de su formación, sus buenas intenciones de alegrar.
Las canciones de «crítica» son el número
fuerte de la presentación murguera. Como su nombre indica, parodian temas de
actualidad de amplia difusión. De hecho, el nombre con que designan a este tipo
de canción los veteranos murgueros de los 50' y antes, es el de «parodias».
Estas canciones hablan sobre los hechos que conmovieron a la ciudad y al mundo,
en tono humorístico. Se burlan de los ambientes del poder y la fama en esta
sociedad.
Canción de crítica de Atrevidos por
Costumbre, del barrio de Palermo, sobre el hit de ese verano del autor Riki
Maravilla «Qué tendrá el petiso», 1993. «María Julia» remite a una funcionaria
a cargo de la venta o privatización de las más importantes empresas del estado,
durante el gobierno neoliberal de Carlos Menem, apelado «el Patilla». «El
Chancho» alude en los círculos populares, al padre de la funcionaria, militar
retirado y ministro de economía de varios gobiernos liberales.
Las «despedidas» o «retiradas» tematizan la partida del centro-murga de ese escenario. Los murgueros suelen pedir disculpas y olvido por ocasionales ofensas. Prometen volver, propósito ambicioso cuando estos grupos se conforman en condiciones tan precarias y cambiantes.
«Adiós, querido auditorio
Pronto habremos de volver
Para traer a vosotros
Las alegrías y el placer
Jamás podrán olvidarse
En los años de su vida
De este conjunto aguerrido
Los Criticones se hacen llamar.»
Pronto habremos de volver
Para traer a vosotros
Las alegrías y el placer
Jamás podrán olvidarse
En los años de su vida
De este conjunto aguerrido
Los Criticones se hacen llamar.»
Retirada con letra de Eduardo Marvezzi para
Los Criticones de Villa Urquiza sobre música del pasodoble «Coplas y flores»,
década del 40'.
La representación de la murga porteña cierra con el desfile de retirada. Éste reproduce el orden de marcha del desfile de entrada al escenario. Ambos desfiles se realizan bailando, al ritmo de los bombos con platillos, que van contrapunteando con los silbatos que llevan los directores de baile y algunos cantores. El efecto de arrastre del baile murguero vuelve a atraer al público hasta el final del desfile.
Los murgueros irán subiendo entonces a los micros y transportes que los llevarán hasta su próximo escenario. El recorrido de sábados y domingos del mes de febrero se iniciaba a eso de las 18 horas, volviendo al barrio entre las 2 y las 5 de la mañana del día siguiente. Era habitual que una agrupación actuara en cinco o más lugares por noche, lo que obligaba a los organizadores a proveer bebida y comida durante el camino, sobre todo a los niños.
ESPACIOS DE ACTUACIÓN Y MURGAS DURANTE
LOS 80'
Cuando comencé esta investigación, en el año
1984, los centro-murgas solían representar su arte en lugares cerrados, clubes
y salones de baile, a veces teatros, así como en corsos que se organizan en las
calles.
Históricamente, el gobierno municipal de la ciudad de Buenos Aires no estuvo directamente involucrado en la organización de los festejos. Su papel fue auxiliar y proveedor de algunos servicios: préstamo de escenarios, equipos de sonido, gestión de la cesión de electricidad para iluminación, de seguridad policial, agentes sanitarios, control de bromatología en los puestos de comida, entre otros. También otorgaba a algún corso céntrico el título honorífico de «Corso Oficial». Esta mención en general recaía en el corso organizado por los comerciantes de la céntrica avenida de Mayo.
En los circuitos de circulación de las murgas del carnaval para las décadas del 60' al 80', aparece un primer grupo de personajes: los dirigentes de los clubes barriales y quienes organizan los corsos callejeros. En la terminología murguera se denominan «corseros», contratistas de murgas y comparsas.
Los clubes: son entidades civiles que mantienen una sede social por el pago de cuotas mensuales de sus asociados, y se dedican a la promoción del deporte y al esparcimiento. Sus autoridades son colegiadas, electivas, y periódicas. En Buenos Aires hay clubes de variada infraestructura e importancia: desde los muy poderosos con costosos planteles profesionales de fútbol y otros deportes competitivos, hasta otros con modestas instalaciones que congregan vecinos de menores recursos económicos. Varios de ellos contratan murgas para animar los bailes de carnaval.
Los corsos en las calles: se trata de espacios de circulación pública, como calles y plazas, sobre los que se levantan escenarios enmarcados espacialmente con líneas de luces de colores, guirnaldas, corte de las calles. La organización de estos corsos necesita de un permiso especial de las autoridades municipales, quienes ceden el espacio público para la realización de los festejos y gestionan el cierre de calles y otros servicios. Al hacerse en la calle o espacios públicos, sin el cobro de una entrada, son más abiertos, convocantes, y congregan a más personas que los festejos en lugares cerrados.
La calle tiene una connotación particular como escenario festivo: implica apropiarse y transformar por un breve lapso un espacio de circulación en un lugar para compartir encuentros, bullicio, exhibición. Sin embargo, por las características del proceso político argentino, con recurrentes periodos represivos que impedían las manifestaciones en las calles, los contratistas más seguros y permanentes eran los del primer grupo. También solía haber mayor oferta de actuaciones en lugares abiertos en barrios y municipios del cordón industrial o conurbano de la ciudad. Esto hacía que las agrupaciones de carnaval viajasen a veces, varias horas para llegar a sus escenarios de actuación.
Apalabrados los contratos, simultáneamente se organiza el trabajo interno: convocar a los músicos, cantores y bailarines; organizar los ensayos; practicar las canciones. Los organizadores tramitan además los permisos para circular disfrazados y sin documentos personales ante las autoridades policiales.
Un corte de género con los colores propios de la murga es el único elemento material que el murguero recibe de los organizadores. La entrega del corte de tela sella de palabra el compromiso del murguero al ingresar a la agrupación, obedecer las indicaciones de los dirigentes, y salir con ellos a todas las actuaciones durante todos los días que estén prefijados. Además de la confección de su traje, que suele responder al modelo de una levita decimonónica, el murguero vuelca en él su gusto personal a través de los adornos de lentejuelas, que son elecciones de su exclusividad. Por eso poéticamente dice un director de murga: «La levita es la piel del murguero».
Para la década de 1980, los circuitos de circulación de los centro-murgas en la ciudad de Buenos Aires y su conurbano, involucraban un factor de intermediación entre emisores y receptores. Es decir, la llegada de los centro-murgas a su público estaba mediada y centralizada en personajes externos al ambiente murguero. Los «corseros» o contratistas aparecen como un sector ajeno al grupo, pero con una directa influencia en cuanto a la producción y reproducción del mensaje murguero. El momento de contacto entre corseros y organizadores de murgas era una instancia de negociación, regateo y presión. Tener o no tener contratos, tener buenos contratos, se fue transformando para los dirigentes murgueros en una cuestión de vital importancia, tanto más que la relativa a la actuación artística.
Sin embargo, apenas 20 años antes, los aspectos organizativos de los centro-murgas porteños eran distintos. La formación durante los 40' y 50', congregaba a un conjunto de 30 o 40 muchachos, ya adultos. Entonces, el grupo se bastaba para llegar a los escenarios con un simple camión, muchas veces «playo» (sin barandas), en el que se cargaban los bombos, fantasías, estandarte y murgueros. En general, este camión no implicaba más transacción que el pago del combustible, prestado el transporte por su dueño, que muchas veces era pariente o empleador de algún murguero. Por otro lado, los ingresos de las agrupaciones durante esta época provenían de premios ganados en los corsos. Estos premios consistían en una medalla, copa o pergamino y dinero en metálico, provistos por los organizadores de los corsos o clubes. Las murgas imprimían además programas de mano con avisos de comerciantes del barrio, nombres de los integrantes de la agrupación y algún tema poético característico, que repartían en los barrios visitados a cambio de dinero. Con tales ingresos se costeaban los gastos.
En este sentido, los «contratos» como pago en metálico por las actuaciones murgueras, devino la contracara de la incorporación, a partir de la década del 60', de gran número de niños y mujeres en estas agrupaciones festivas, así como del aumento de integrantes en general. El traslado de entre 100 a 200 personas durante sábados y domingos del mes de febrero a escenarios cada vez más distantes, hizo necesario el contrato de transportes, dos, tres o más ómnibus. El incremento en la cantidad de integrantes de los centro-murgas, y la diversidad en su calidad sumando mujeres y niños, requirió de inversiones de dinero más importantes que la mera confección de ropa y mantenimiento de los bombos.
Hasta aquí, analizamos las condiciones y características de los aspectos
organizativos y del funcionamiento económico en tanto parte constitutiva de la
producción y reproducción murguera. No es suficiente hablar de la expresión
murguera ni de su mensaje transgresor y paródico, si no atendemos también a las
relaciones sociales que hacen a las condiciones de posibilidad de la producción
y reproducción de estos grupos. La historia que siguió hacia finales de la
década del 80', marcó una emergencia impensada de las artes carnavalescas en la
ciudad, proceso que estudiaremos a continuación. Estas relaciones sociales han
sido reconfiguradas en los últimos veinte años, por la aparición de nuevos
agentes que modificaron las condiciones de producción, circulación y recepción
de las artes de carnaval en Buenos Aires.
LAS MURGAS DEL NUEVO MILENIO
Describí con detenimiento las formas de
producción y reproducción murgueras en la década de 1980 y antes, porque
considero que están allí presentes condiciones de la producción cultural que
responden a principios y relaciones muy diferentes a los que se irán
produciendo cuando nuevos agentes ingresen al espacio festivo del carnaval. Es decir,
el valor particular de una forma de producción cultural que denomino
folclórica, se perfila con mayor claridad al ponerla en relación con otras
formas culturales.
Desde la recuperación constitucional en la década de 1980, contactos y acciones conjuntas entre carnavaleros barriales con artistas, gestores y trabajadores culturales movilizaron el interés, el conocimiento y la reinserción institucional de las ignoradas artes carnavalescas porteñas. Un primer proceso de apropiación de las artes carnavalescas, dio visibilidad a estas formaciones populares llamadas centro-murga. Artistas, murgueros y trabajadores culturales se volcaron a la indagación de esa historia no registrada.
La exploración de las posibilidades expresivas dio lugar a extraordinarias actuaciones que ampliaron los horizontes y posibilidades del género murga. Fue éste un momento creativo y efervescente, donde confluyeron artistas de formaciones muy distintas (folclóricos y de conservatorio), se investigaron estéticas y se armaron producciones de gran originalidad, extendiendo los límites y definiciones del género. Como efecto especular, estas exploraciones devolvieron imágenes de la murga a sus cultores, quienes alcanzaron así un alto grado de reflexividad sobre su práctica.
De todas las formas por las que el folclore barrial se encontró con lo oficial-institucional, la de mayor impacto fue la modalidad de enseñanza en Talleres, al cambiar las formas de producción y reproducción murguera. Coco Romero fue el primer organizador de Talleres de Murga, desde el Centro Cultural Ricardo Rojas, dependencia de Extensión Universitaria de la Universidad de Buenos Aires. Convocó entonces a carnavaleros de distintos barrios para enseñar las diferentes artes de la murga: Daniel «Pantera» Reyes, del barrio de Saavedra, y jóvenes murgueros de los barrios de Almagro, Abasto y Liniers (el «negro» Ambruso, Aguirre), enseñaron danza; José Luis Tur y Ana Biondo, de Liniers, danza, canto y composición de canciones; «Tete» Aguirre y «Tato» Serrano la base rítmica de bombo con platillo.
Para 1991, el mismo Coco Romero dictaba solo los Talleres, con colaboradores más ocasionales de las formaciones barriales, que desaparecieron definitivamente en pocos años. Abriendo el espacio de los Talleres de murga, el propio Romero se forma como maestro en las artes carnavalescas. En un reportaje del año 1997, evoca así este recorrido:
«Hace 9 años que estoy en el Centro Cultural Rojas, donde hay un espacio dedicado a la murga. Yo formo murgueros, enseño bailando. Del Rojas ya salieron tres murgas: Los Quitapenas, Los Traficantes de Matracas y Los Acalambrados de las Patas; y vienen dos nuevas en camino». (Revista Flash 1997:36. Mi énfasis)
La recepción de la propuesta de los Talleres circuló entre jóvenes de otro sector social, casi absolutamente ajeno a la celebración del carnaval de la ciudad de Buenos Aires, mayoritariamente estudiantes de nivel terciario o egresados de escuelas de artes plásticas, teatro, danzas, música. La definición de los objetivos y el destino de los talleres y los talleristas fue entonces resultado de un proceso complejo, de prueba, ensayo y error, conflictivo en diversos aspectos y frentes, en el que Romero fue el impulsor, pero también se involucraron personajes diversos de variadas extracciones.
El ingreso de nuevos agentes con formación artística y contactos renovados, puso en escena un acceso diferencial a nuevos recursos, transformó las condiciones organizativas y dispuso una recomposición de las formas estéticas carnavalescas. Así surgieron actuaciones durante todo el año, aún fuera del periodo de carnaval. Las murgas, nuevas y tradicionales, se presentaron en actos culturales, teatros, grabaron casetes, videos y CDs, animan festejos privados (como bodas, cumpleaños).
Los murgueros de barrio también habían crecido con estos nuevos contactos, que desencadenarían entre ellos interesantes procesos de reflexividad y renovación del género carnavalesco. Sin embargo, «los nuevos» se venían con un impulso atropellador, y una entrega o «militancia» (en términos de Coco Romero), que iban a movilizar el statu quo barrial y a sacudir al reducido espacio carnavalesco tradicional. Los jóvenes egresados de los talleres de murga, al tiempo que recontextualizaron la práctica carnavalesca, formaron nuevos agentes y se formaban ellos mismos. Muchos de los primeros talleristas serían contratados como docentes de nuevos talleres, armarán murgas en los barrios, impulsarán el ingreso de la murga al sistema educativo.
La irrupción de nuevas murgas producidas y reproducidas por fuera de las formas barriales tradicionales, instauró roces y conflictos escenificados en varios frentes y por variados motivos. En principio, se constituyeron denominaciones específicas para referirse al origen y forma de producción de cada agrupación carnavalesca: así los viejos artistas carnavalescos se identificaron como «murgas de barrio, tradicionales o auténticas murgas porteñas», frente a las murgas «de los que no tienen barrio», o «murgas de taller» o «murgas de laboratorio».
El aprendizaje a través de un docente centralizó la expresión estética, dando
gran homogeneidad y escaso desarrollo de un estilo propio a las murgas de
taller. Por este motivo, el gran cantor Rodolfo «Fito» Bompart las ubicaba como
«elencos», al estilo de una compañía de teatro, donde todos los componentes
siguen un libreto y las instrucciones de un director. La murga en cambio, decía
Fito, es libertad e improvisación. Cada murguero conoce su rol y el orden de la
secuencia de una actuación, pero en ese amplio marco de actuación, él va
improvisando. En referencia a los orígenes de clase social, las murgas surgidas
de Talleres fueron señaladas como «intelectuales», por su conformación
mayoritaria de estudiantes, maestros y sectores de las clases medias porteñas.
«No somos estudiantes de teatro/ no somos bailarines del Colón», cantaban para
los carnavales de 1998 «Los Herederos de Palermo».
De modo esquemático, la nueva murga remite al modelo de «grupo de amigos», una misma cohorte generacional, decisiones compartidas y horizontales, selectividad en el ingreso, desconocimiento de la competencia comunicacional en actuaciones anteriores e historia del género y la fiesta. Por otro lado, la tradición folclórica barrial recreaba patrones de «gran familia»: integración de varias generaciones desde niños a ancianos, fuertes liderazgos masculinos, gran capacidad de inclusión, vínculos abiertos y lábiles.
De modo esquemático, la nueva murga remite al modelo de «grupo de amigos», una misma cohorte generacional, decisiones compartidas y horizontales, selectividad en el ingreso, desconocimiento de la competencia comunicacional en actuaciones anteriores e historia del género y la fiesta. Por otro lado, la tradición folclórica barrial recreaba patrones de «gran familia»: integración de varias generaciones desde niños a ancianos, fuertes liderazgos masculinos, gran capacidad de inclusión, vínculos abiertos y lábiles.
LA DECLARACIÓN DE PATRIMONIO: EL GOBIERNO LOCAL ORGANIZA LOS FESTEJOS
«Vienen los nuevos y nos van a cambiar de
otra forma» evalúa una joven mujer dirigente de una murga de Taller, que era el
pensamiento mayoritario de los viejos murgueros de la tradición barrial. Los
«nuevos» proyectaron sobre la murga y el carnaval una serie de actividades y
renovación expresiva que no hubieran imaginado los líderes barriales. En este
sentido, los nuevos contextualizaron la práctica carnavalesca a su propio
ritmo, gusto y formato. Así, las murgas de Taller integraron mayoritariamente a
jóvenes mujeres, que pasaron a cumplir roles de decisión y dirigencia. En poco
tiempo, las mujeres no sólo organizaban murgas, sino que tocaban el pesado
bombo con platillos, bailaban como los varones y participaban en mayor número
de estos grupos que los muchachos.
Raymond Williams ha señalado que podemos encontrar distancias variables entre las prácticas particulares y las relaciones sociales que las organizan. Según Williams, la reproducción de una práctica estará menos determinada cuanto más alejada se encuentre de las relaciones dominantes de la formación social, las condiciones del trabajo asalariado y la propiedad privada:
«El acceso al conocimiento
y especialmente a su distribución general está por supuesto mediado socialmente
y en algunos casos directamente controlado. Pero es evidentemente más fácil
presentar los elementos de una tradición alternativa [.] en las relaciones más
laxas y más generales de todo un proceso general» (Williams op.cit.: 175)
En nuestro caso, «los nuevos» reformularon
el género murguero a nuevas posibilidades de producción y circulación. Resignificaron
las formas alternativas del carnaval porteño, tradicionalizándolas de acuerdo a
nuevos contextos. En el desarrollo de nuevas actividades, fueron constituyendo
un sector que opera fuertemente. Por el mismo proceso, reposicionaron las artes
carnavalescas, reactivaron a viejos artistas, es decir, reescribieron una
versión de la tradición carnavalesca.
En esta versión que expurgó los elementos competitivos, machistas y violentos
de las agrupaciones carnavalescas, las murgas empezarán a circular por ámbitos
novedosos. Amenizarán fiestas privadas, como casamientos, cumpleaños. Actuarán
como invitadas en recitales de músicos comerciales (desde Los Auténticos
Decadentes hasta el cantante pop internacional Ricky Martin), como bailarines
en el resurgimiento del tango en Buenos Aires (temporadas de los músicos
Gustavo Mozzi y Omar Gianmarco), en actos de reivindicación política o de
derechos humanos (Ciclo de teatro «Por la Identidad» de las Abuelas de Plaza de Mayo). Es
decir, la agenda de la actuación murguera se ampliará. Surgirá de este medio
una suerte de dirigencia murguera, que renovará las relaciones con las
instituciones, el estado y los medios de comunicación.
Sobre el final del siglo XX, junto con el deterioro de los vínculos sociales en el estado-nación, surgieron en las políticas culturales ciertos apoyos oficiales a la celebración del carnaval. Política que alcanzó su punto máximo en 1997, con la declaración de patrimonio cultural de la ciudad para las agrupaciones del carnaval porteño y el involucramiento del gobierno de la ciudad en la organización de los festejos.
Por la sanción de la Ordenanza patrimonialista, el gobierno de la ciudad creó una Comisión de Carnaval, conformada por representantes de las murgas y miembros del poder Legislativo y Ejecutivo, quienes quedaron a cargo de la organización del carnaval. La Comisión realiza distintas gestiones con el objetivo de proteger y fomentar las actividades de las agrupaciones de carnaval. Entre las más relevantes: autoriza lugares de ensayo en espacios públicos o privados de la ciudad, otorga permisos a terceros para armar los escenarios callejeros o corsos en espacios públicos (como plazas, parques, avenidas). Lleva también un registro actualizado de las agrupaciones vigentes en la ciudad.
La Comisión de Carnaval administra además una escueta cifra del presupuesto municipal. Este dinero se emplea, de común acuerdo entre murgueros y autoridades, para pagar un estipendio o cachet a las murgas que participan durante el mes de febrero en los festejos del carnaval. Festejo que la misma Comisión organiza: ordena las actuaciones de cada murga, establece los lugares y fechas para celebrar la fiesta. De esta manera, el sector oficial se involucra en la celebración no sólo como administrador del espacio público, sino como organizador-distribuidor-asignador de recursos monetarios entre las agrupaciones. Recordamos que hasta ese momento, la obtención de escenarios, o sea, el establecimiento de los circuitos de circulación durante el carnaval, eran tareas del director u organizador del centro-murga. Los ingresos resultantes de esas actuaciones (mediadas por los «corseros»), configuraban el recurso monetario principal para financiar los gastos.
La asignación oficial de este subsidio se otorga una única vez al año, y reconoció en su primera etapa dos categorías de grupos, según su número de integrantes: las murgas «chicas» (de menos de 50 componentes) cobraban menos que las murgas «grandes». Aquí se produce entonces un segundo efecto de tradicionalización e ingreso de agentes al circuito, cuando viejos murgueros de los años 60' y 70', ya desactivados, reingresan al carnaval poniendo en juego un declarado capital cultural de años de trabajo en estas artes. Considero que se realiza entonces un segundo proceso de reproducción y apropiación de la forma «murga». Esta nueva fiebre murguera incrementó de tal modo su reproducción, que las 42 agrupaciones participantes de los corsos de 1998, (los primeros organizados por la Comisión de Carnaval), pasaron a más de 170 en 2004.
Frente a este inesperado proceso de proliferación de agrupaciones de carnaval en la ciudad de Buenos Aires, la Comisión de Carnaval estableció para los festejos de 2002 una evaluación. Dicha evaluación no dirime un orden jerárquico por unidades, sino que establece puntajes que clasifica a los grupos en 4 categorías de mayor a menor excelencia. Las que quedan en la cuarta y última categoría deben al año siguiente inscribirse como principiantes, para rendir una prueba de admisión.
Ese mismo 2002, se organizó la primera versión de este nuevo sistema. Los máximos puntajes los obtuvieron dos agrupaciones: «Resaca de Carnaval», un grupo de menos de 20 jóvenes porteños que parodiaban disfrazados como naipes de un juego de cartas, las relaciones sociales con canciones y entremeses teatrales. La interpretación fue excelente, pero se alejaba del modelo genérico de la murga porteña, desconociendo signos identificatorios básicos, tales como la vestimenta, el desfile bailado, o la percusión del bombo con platillo. El otro grupo que obtendría mejor puntaje, respondía en su interpretación a formas del folclore del carnaval de Oruro, Bolivia.
El hecho configuró un verdadero escándalo, en la medida en que jurados competentes y libremente elegidos habían valorado en las mejores posiciones a agrupaciones que poco tenían que ver con el género carnavalesco local. Los murgueros de la tradición local ironizaban al respecto: «si aparecen los chinos bailando con un dragón, seguro que salen primeros», ó «siempre acá es mejor lo de afuera». Otras agrupaciones criticaron el filtro y la jerarquización que involucra la evaluación de un jurado en cuya designación no participan. La ola de disidencias enfrentó a varios dirigentes y fracturó la incipiente organización de asociaciones intermurgas. Varios de estos grupos se retiraron de la organización gubernamental de los festejos.
Dejaremos acá los caminos y alternativas que fue describiendo la organización de la fiesta desde entonces. Baste señalar que el sistema de puntajes se sigue empleando, afinando y reelaborando con grandes dificultades las categorías artísticas de las agrupaciones del carnaval porteño. Nuevas medidas implementadas desde un Programa «Carnaval Porteño», impulsan la puesta en valor turístico del carnaval, y promueve la conversión de las murgas en asociaciones civiles sin fines de lucro.
CONSIDERACIONES FINALES
Caracterizamos a las organizaciones del
carnaval de Buenos Aires en tanto grupos que actualizaban formas de decir,
bailar, desfilar, hacer música reproducidas en formatos orales o empíricos,
formas de expresión recreadas entre sectores subalternos de dicha ciudad, y que
al menos desde la década de 1940, se llamaron a sí mismas murgas o
centro-murgas. Estos grupos ponen en escena, una vez al año, una visión
alternativa del mundo y de su vida, dentro de los cánones desmesurados,
subversivos y utópicos propios de la gramática del carnaval (Bajtín 1990).
Durante la actuación de la murga, se forma una particular comunidad interpretativa entre el público y los artistas carnavaleros. La murga arranca con un bombardeo sensorial que anticipa la entrada a un juego de confusión y fantasía. Hay una serie de códigos compartidos que permiten al público un tipo especial de comunicación, difícil de establecer en la vida ordinaria. Danza, desplazamientos, música, personajes, brillos coloridos, canciones, se articulan en juegos libres e improvisados, conforman una experiencia total, rompiendo con los parámetros de excelencia, rigidez y destreza de las bellas artes.
Toda la gama de una práctica social y de un cancionero oral que no integran la literatura nacional ni se registran como parte de la cultura, despliega variedad de formas coloquiales que habilitan la expresión de quienes no suelen ser escuchados fuera del ámbito del carnaval. Ese contacto lúdico y horizontal crea espacios para todos los mundos posibles, incluidos los mundos negados del cuerpo, del deseo. Y también para las historias ignoradas de los despojados y de sus luchas.
Estas prácticas en la periferia del arte, la historia, el trabajo y la educación, fueron tradicionalmente abordadas por el campo de estudios del Folclore, en tanto saberes artesanales, pre-modernos, de sectores subalternizados. Fueron vistos como alternativos o anacrónicos, según los énfasis populistas o miserabilistas, respectivamente (Grignon y Passeron, 1991).
En los últimos tiempos, una asimilación notable de estas prácticas se produce sobre todo, en las áreas de las políticas públicas y de los Organismos internacionales. La cultura ha sido conceptualizada por las agencias internacionales como un agente del desarrollo y como un derecho humano universal. Se comenzó a subrayar a la cultura en tanto factor de promoción social; se revalorizan saberes olvidados por la educación formal como reconocimiento de la «multiculturalidad», el «empoderamiento» de las minorías (UNESCO 1989, 1997; Yúdice 2002), es decir, formas de enfrentar a las crisis múltiples que sacuden el funcionamiento desigual de las sociedades contemporáneas. Justamente, una de las características de esta nueva mundialización es su avance en la transformación del tiempo libre y la cultura en mercancía y espectáculo (Ortiz 1997, García Canclini 1990 y 1995, Aravena Núñez 2006).
Agencias económicas internacionales y estatales promueven entonces la diversidad,
las tradiciones y la memoria como una alternativa para producir recursos en sus
programas y acciones de «desarrollo sustentable», es decir, estrategias de
generación de ingresos y acumulación de capital. Prácticas y saberes antes
desestimados son visualizados ahora como fenómenos de interés para las
industrias culturales, los sectores privados y el turismo. Lo que hasta algunas
décadas atrás era reducido a formas culturales en proceso de extinción,
consideradas atrasadas, pre-modernas, hoy se promueven como paliativos locales
a las crisis macro-estructurales y ofertas de nueva exotización, incorporando a
la esfera de la administración estatal el llamado «patrimonio vivo» (García
Canclini 1994), «patrimonio intangible» o «inmaterial» (UNESCO op. cit.) o
simbólico, representado por el uso de la música, expresiones del folklore y la
cultura popular.
En nuestro caso, trazamos un panorama de las actividades que marcaron la expansión y el resurgimiento de la expresión carnavalesca en la ciudad de Buenos Aires, desde fines de la década de 1980, así como algunos efectos de la Ordenanza que declaró patrimonio a las actividades de las agrupaciones de carnaval en el año 1997. La práctica de expresiones del carnaval porteño había emergido con fuerza renovada después de la última dictadura.
Señalamos que la creación y proliferación de Talleres de murga permitió la incorporación a los festejos de sectores sociales que difícilmente participarían de una clásica murga barrial, al no integrar las redes parentales, sociales o de vecindario sobre las que éstas se asientan. El desafío de los Talleres fue transmitir un arte complejo, total o multidimensional, en donde se expresan todas las ramas de las «bellas artes»; desde la poética, la música, la danza, a la interpretación y las artes plásticas. Pero tanto o más difícil, imaginar un método o forma de transmisión de estas multifacéticas expresiones populares, que hasta el momento se habían aprendido y reproducido oralmente, es decir, por la observación, la imitación y la repetición. En estas exploraciones y extensiones de las artes carnavalescas, algunos directores barriales también dictaron talleres de murga. Ampliando también las posibilidades de profesionalización, las nuevas murgas armaron agendas y contactos por fuera de las fechas de carnaval.
Políticas culturales impulsadas desde diferentes ámbitos del Gobierno de la Ciudad coincidieron entonces, con instituciones mediáticas, educativas y culturales, con intelectuales y artistas, para abrir espacios de consagración a la actividad de las viejas agrupaciones del carnaval porteño. La institucionalización de una Comisión de Carnaval como efecto de la declaración de patrimonio, generó, a través de reglamentos, evaluaciones y estipendios monetarios, una intervención que orienta el patrimonio cultural de los centro-murgas porteños hacia su circulación como espectáculo, certificando las credenciales de las formas auténticas, gestionando formas de selectividad y competencia en estos grupos recreativos e informales.
En nuestro caso, la tradición carnavalesca se torna en un complejo problema, no sólo por la falta de registros o documentación escritos, sino porque, como hemos analizado, esta historia refiere a contextualizaciones constantes, p.e., ¿a qué agrupaciones se patrimonializan? ¿a las sociedades candomberas de fines del siglo XIX?, ¿a las murgas de camión y bombo de los 50'? ¿a los centro-murgas familiares de más de cien integrantes de los 80'?
Lo que ingresa en polémica es entonces una tradición selectiva, la tradición en tanto proceso de contextualización, es decir, con referencia a qué alineamientos ideológicos de cuestiones contemporáneas se tradicionaliza el pasado. Señala al respecto Raymond Williams:
«[.] la versión selectiva
de una 'tradición viviente' se halla siempre ligada, aunque a menudo de modo
complejo y oculto, a los explícitos límites y presiones contemporáneos. Sus
inclusiones y exclusiones prácticas son alentadas y desalentadas
selectivamente, y con frecuencia tan efectivamente que la deliberada selección
se produce con el objeto de verificarse a sí misma en la práctica.» (Williams
op.cit. :139)
La observación de un largo registro temporal
permite señalar que la historia y tradición del carnaval en Buenos Aires exhibe
rupturas y fuertes discontinuidades, relativas a condiciones sociales
dominantes. Más que una trayectoria paulatina, lineal, advertimos formas que
fueron excluidas o abandonadas en cortos lapsos (como las sociedades de
candombe, los coros, tunas, rondallas). Por otro lado, tradicionalizaciones sucesivas
se articulan con dinámicas generacionales, mostrando brechas entre las murgas
de los 40', las de los 60' y las actuales.
Una dimensión política del patrimonio problematiza esta dinámica histórica,
intersectada hoy, por la aparición de requerimientos de estándares de
excelencia y espectáculo con vistas a atraer a los circuitos turísticos y
mediáticos. Recordamos a las agrupaciones del carnaval porteño, como instancias
organizativas informales en las que se articulaban lazos de sociabilidad que
confirmaban fuertes liderazgos barriales y referían a desplazamientos de
relaciones y conflictos políticos, raciales y de clase. Ejemplo de cómo se
tensionan y superponen en el desarrollo de la gestión patrimonial y de
políticas culturales, apropiaciones de la identidad y el pasado, acentuando
temas, confrontando saberes, así como expurgando los conflictivos o
inconvenientes.
Fotografias: Aitor Alava.
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Alicia Martín
* Instituto Nacional de Antropología - Universidad de Buenos Aires - Tres de Febrero 1378 - (1425) Capital Federal - Argentina. Correo Electrónico: amartin@inapl.gov.ar
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