MITOS VASCOS
PARA PENSAR
LAS MUJERES EN LA MITOLOGÍA VASCA - II
Además de las mujeres de este mundo, que han sido examinadas en el
capítulo anterior, aparecen en la mitología divinidades femeninas, seres del
otro mundo. Trataremos ahora de ver lo que su existencia supone para la
sociedad humana. Se ha concluido que las mujeres de las narraciones
tradicionales están en general, aunque no siempre, dominadas por los hombres, o
intelectual y socialmente por debajo de ellos, de tal manera que son los
hombres quienes detentan el poder y las armas que lo proporcionan. Es decir,
que la opresión cotidiana de las mujeres (investigada en Euskal Herria por
Teresa del Valle) se refleja también en nuestros mitos.
Sin embargo, uno de los argumentos frecuentemente utilizado para avalar
el matriarcalismo vasco suele situarse a otro nivel: el de postular que la
igualdad, más que en el terreno social, se puede encontrar en la antigua
religión, en el lugar que en ella ocupan las deidades femeninas, principalmente
la llamada Mari. Se postula que una sociedad que tiene como divinidad principal
a una diosa no oprimiría a las mujeres, y que son la cultura y la religión
patriarcales exógenas quienes acabaron con el sistema original.
Este tipo de razonamiento no es nuevo, sigue la teoría del antropólogo
Bachofen en su trabajo Das Mutterrecht (El derecho materno, 1861), según la
cual la ley materna fue la primera en la evolución histórica de la humanidad y
de la familia. Se trataba de una ley matriarcal regida por la Tellurische
Urmutter, de una ginecocracia simbólicamente ligada a la noche, a la luna, a la
izquierda, al amazonismo y a la profundidad de la tierra. Bachofen deduce que,
como reacción contra aquel amazonismo, fue instaurada la ley del padre, cuyos
símbolos son el sol, la diestra, el día y el espíritu; y que esa revolución
masculina quedó refleja en la mitología griega, sobre todo por medio del
Orestes, héroe que mató a su madre para vengar a su padre, cuyo crimen muestra
como el derecho de Zeus Olímpico se impuso al poder de la tierra y como el
principio metafísico triunfó sobre el físico. El filósofo Engels integró la
obra de Bachofen y la del antropólogo Morgan (Ancient Society 1877, La sociedad
antigua) en su obra El origen de la familia, de la propiedad privada y del
estado (1884), en la que relacionaba el matriarcado con el comunismo primitivo,
y el patriarcado con la propiedad privada. Seguramente es a través de Engels y
del marxismo como la hipótesis de Bachofen ha perdurado durante el siglo XX.
Esta teoría evolucionista hace tiempo que está abandonada en la
antropología social, aunque, en lo que concierne a la religión, parece que sí
hubo un proceso de sustitución por el cual las diosas de la tierra del período
Neolítico en Asia Menor y en Creta fueron marginadas por los dioses masculinos
de los indoeuropeos. En todo caso, la idea de que los dioses luminosos han
dominado a las diosas tenebrosas es un tópico, bien ilustrado en la ópera de
Mozart La flauta mágica, obra que se posiciona claramente en favor de ese
régimen. La Reina de la Noche, en sus dos patéticas arias, expresa de manera
inmejorable cual fue el deplorable destino de una divinidad femenina: mientras
su hija se encuentra secuestrada por Sarastro, los sacerdotes amigos de éste
expulsan a las damas de la reina a los gritos de: «Este sagrado lugar está
profanado: ¡al infierno con estas sucias mujeres! » («Entweiht ist dies heilige Schwelle! Hinab mit den Weibern zur Hölle!
»).
En realidad, nuestro problema no es tanto el proceso histórico de
sustitución de un tipo de religión por otro, como el que no se ha podido probar
que la existencia en la religión de una gran diosa haya supuesto matriarcalismo
en el ámbito socio-político. Precisamente en Micenas, la ciudad de Orestes,
existía junto a los dioses masculinos una importante diosa de la tierra, que no
impedía en absoluto la dominación de los hombres (Héritier 1996: 211).
Pero la cuestión no es analizar las religiones antiguas, sino la de aquí
– con las de su alrededor - para intentar ver cómo se articula la naturaleza de
las diosas con la de las mujeres terrestres. Abordaremos la materia por el
principio.
Tras las investigaciones de Barandiaran, Mari ha cobrado mucha
importancia en los trabajos sobre mitología vasca: se ha convertido en la
deidad principal y se le compara con las antiguas diosas de la tierra.
Opiniones que ya casi son axiomas y que, sin embargo, merecen algunas
observaciones.
I. LA SEÑORA DE ANBOTO: ¿MADRE TIERRA?
Ya he explicado en el capítulo I («Divinidades de tormenta»), y se verá
en el IX («Mari, Mairu... »), la razón por la que no usaré el nombre de «Mari»
para designar a la Señora de Anboto y a las que se le asemejan. También se ha
repetido que se trata de una divinidad condenada a errar por el aire y que,
cuando se muda de un monte a otro, se desplaza de noche y en llamas, a veces
entre relámpagos y truenos. Su carácter aéreo no deja lugar a duda cuando en
Bizkaia se le ve cruzando el cielo en figura de buitre. Puede ocasionar
tempestad, lluvia, granizo, pedrisco; pero también sequía, si se pone en
huelga. Se dice que donde ella se encuentra hace tiempo húmedo y que tiene que
ver con las cosechas, buenas o malas.
He intentado mostrar que entre las funciones que se atribuyen a la
Señora de Anboto es la meteorológica la más importante y la que más afecta a
las personas, en la medida que gobierna la fertilidad. Si bien tiene su morada
en grutas subterráneas, éstas se sitúan en las cumbres, lo más cerca posible del
cielo. Podríamos decir que vive bajo tierra pero que trabaja en el cielo;
ambivalencia propia de los seres míticos.
Sin embargo, Barandiaran no duda en afirmar en su Diccionario que «es
símbolo y genio de la tierra, quizá su personificación»; Caro Baroja (1966) la
compara con Proserpina, divinidad subterránea que mora en el infierno, y que
también condiciona la fertilidad de la tierra, sin tener en cuenta que la
Señora de Anboto lo hace desde el cielo y por medio de la lluvia, lo que, en mi
opinión, le hace estar más cerca de Zeus que de Proserpina. En las religiones
de la Antigüedad la lluvia suele ser obra de dioses masculinos que tienen como
atributo el rayo; lo que lo que no impidió que Zeus morara en una gruta, ni
disuadió a Hesíodo de calificarlo de «chtonios» (subterráneo) y «georgos»
(agricultor).
Si el águila es el emblema de Zeus y el buitre la figura de la Señora
¿por qué se le niega a ésta el carácter celeste que se concede a aquél? ¿Por
qué, olvidando una parte de lo que los mitos dicen sobre ella, solamente se
subraya que vive bajo tierra? Seguramente porque estamos influenciados por los
símbolos vigentes en nuestro entorno, según los cuales son masculinos el cielo
y el aire, y femenina la tierra. Nos han enseñado una mitología clásica en la que
son los dioses quienes tienen el gobierno del cielo y del rayo, y no estamos
dispuestos a ponerla en duda. Así que se nos marea con «Amalurra» (Madre
Tierra), un nombre inusitado en la tradición para referirse a la Señora.
Al mismo tiempo, se duda de Aymeric Picaud, peregrino medieval, por el
que sabemos que los navarros llamaban a Dios Urcia (ortzia: rayo o trueno). Sin
pararse a pensar que a un paso del camino de Santiago, encima del santuario de
Orreaga (Roncesvalles) y del collado de Lepoeder, está la cima de
Ortzanzurieta, que en aquella época llamaban «Orçiren çorita» («çorita de
Ortzi»). ¿Le pedirán los peregrinos actuales a la Virgen de Orreaga buen tiempo
para el viaje?
En la tradición popular no es nada extraño que las mujeres estén ligadas
a la tormenta. La Inquisición acusaba a las brujas de provocarlas para causar
daños (Caro Baroja 1966: 117); en el Tirol (Frazer 1981: 639) existía la
creencia de que eran causadas por los cabellos que caían de la cabeza de las
brujas cuando éstas se peinan; y en Escocia aprovechaban el lado positivo de
esos poderes para obtener la lluvia en caso de sequía. Al analizar las
«Divinidades de tormenta» hemos visto que la Señora de Anboto aparecía
peinándose en su cueva y que, precisamente porque, cuando era una muchacha
terrestre, pasaba el día en ello fue maldecida por su madre. Si peinarse es una
actividad femenina, también lo son sus consecuencias, las tormentas, como
confirman algunas creencias. La antropóloga Verdier (1979: 64) menciona un
texto de Plinio según el cual, si una mujer en el momento de sus reglas se pone
desnuda frente a los relámpagos, ahuyenta al granizo y al tornado. En Serbia se
dice que para alejar la tormenta basta con que una mujer le muestre su sexo.
Verdier piensa que lo que permite la asociación simbólica entre la tormenta y
la menstruación sería el desorden propio de ambos; en Borgoña le decían que el
viento que precede la tormenta de verano y la mujer que tiene la regla hacen
que se pierda la salazón y se corte la mayonesa. La menstruación produciría una
tormenta biológica: «si en el momento del periodo se pudiera ver el interior
del cuerpo de una mujer, parece que sería algo horrible, todo desorden y
agitación, algo que no tiene nombre... ».
De ahí vendría el papel que juegan las jóvenes adolescentes en las
rogativas, cuando cantan bajo el estandarte de la Virgen. Y de ahí también que
se les encargara limpiar las fuentes en caso de sequía, en la creencia que podrían
hacer venir la lluvia (Sébillot 1968 II: 223). En opinión de Verdier (1979:
256), si la sociedad se preocupa tanto de la educación de las jóvenes es porque
son portadoras de poderes que conviene controlar, y para impedir su mala
utilización. ¿Será por eso por lo que resulta insoportable que una joven pase
el tiempo peinándose y utilizando su fuerza para la seducción, de modo asocial?
No es seguro que todo esto sean cuentos trasnochados en los que ya nadie
cree. La relación entre las mujeres y la tormenta está vigente hoy en día.
Durante mucho tiempo, hasta 1979, se ha dado nombre de mujer a los huracanes y
a los ciclones, fenómenos especialmente destructores. Un piloto que estudiaba
los huracanes del Golfo de México, siguiéndolos con su avión, declaraba al
diario Libération (29-VII-1979): «Los huracanes son criaturas caprichosas e
imprevisibles, y por eso se les daba nombre de mujer» - hasta que las
feministas protestaron. Pero en la mente de esos científicos modernos, los
huracanes siguen siendo diosas tropicales del océano, ya que son «fascinantes
por su enormidad y su fuerza».
II. LA SEÑORA, ¿DIVINIDAD PRINCIPAL DE LA MITOLOGÍA VASCA?
Una divinidad que tiene poder sobre la lluvia y la sequía tiene por
fuerza que ser importante, y lo es efectivamente la Señora de Anboto. Pero no
es la única en gobernar el tiempo: en Bizkaia y en Gipuzkoa están además de
ella el dragón y el caballero diabólico que provocan tormentas y granizo, y son
ellos los principales tempestarios en Navarra y en Iparralde, ya que la joven
Saindia (Santa) de Salbatore, también causante de pedrisco, no es hoy en día
tan conocida como la Señora de Anboto; aunque no tenga la exclusiva en el área
de la meteorología.
Hay quienes ven a Mari por todas partes, también en Iparralde y en los
nombres de casas tales que «Donamaria» o «Sainte Marie», cuando con toda
probabilidad tienen como epónimo a la Virgen María. Pero la Mari-manía se ha
extendido de tal manera que se llega a identificar su nombre con el de 'mairu'
('moro'), e incluso se afirma que el dolmen de Mendibe llamado Mairu-etxe (Casa
de 'Moros') significa 'Mari-etxe' (Casa de Mari) (ver el capítulo «Mari,
Mairi…»).
Hay que añadir que tampoco en los lugares donde se conoce a la diosa de
tormenta sea forzosamente ella el personaje mítico más destacado: están también
la laminas, el basajaun, los «mairus», jentiles y Tártaro, que muchos
informadores consideran como muy importantes. La fama de que goza ahora Mari, convertida
en la rubia y fotogénica diosa oficial, es bastante reciente, y se debe en
parte a Barandiaran. En la tradición popular la cosa no es tan evidente.
Para demostrar la tendencia matriarcalista se habla también de las
laminas, divinidades antropomorfas femeninas. Éstas, ciertamente, aparecen con
mucha frecuencia y en numerosos lugares de las siete provincias (aunque en las
provincias orientales predominar las de rasgos masculinos). Pero también son
numerosos los personajes míticos masculinos, sin contar los que no tienen
genero definido. La abundancia de divinidades femeninas no es argumento
convincente.
III. ¿ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO?
Supongamos, porque afirmarlo es excesivo, que, efectivamente, la mayor
parte de las divinidades de nuestra mitología son femeninas y que sobre ellas
reina una señora. ¿Querría ello decir que la situación en el mundo mítico
condiciona la de este mundo y que rige una sola y misma voluntad «así en la
tierra como en el cielo»? Es verdad que los mitos son instrumentos para pensar
y que la mitología está relacionada con la sociología; pero la correlación
entre ambas no es siempre directa, las mujeres de aquí no son una copia de las
del otro mundo y la realidad nos enseña que no tienen más poder por el hecho de
adorar a una diosa.
Tendríamos que recordar otra vez la historia de la Lamina herida (cfr.
capítulos III y V) que entraba por la chimenea y se llevaba la comida, hasta
que fue denunciada por una mujer y herida por un hombre, a partir de lo cual no
volvieron a verla más y tuvieron tranquilidad en la casa. Es lo que cuentan las
mayoría de las versiones; algunas otras precisan que la lamina a cambio de la
invitación aportaba prosperidad, y que cuando después de ser herida dejó de
venir la casa se arruinó. En resumen: ni siquiera cuando son bienhechoras se
libran las laminas del ataque de los hombres. Incluso cuando corresponden a los
ritos propiciatorios de las mujeres proporcionando fortuna, la ideología
dominante se impone en un mito que podía haber sido diferente.
En diciembre de 1998 se perdió en el Golfo de Bizkaia un pesquero de
Pasajes con todos sus tripulantes. El país entero se mostró afectado por la
tragedia y, lamentando los peligros del mar, el presidente de la cofradía de
pescadores de Pasajes comentó: «La mar es una mala mujer, una mujer traicionera
que hoy te da y mañana te quita» (El Correo, 24-XII-1998).
No dijo «es una mala persona», sino «una mala mujer», caprichosa como el
huracán y de facto asesina. Así de lejos puede llevar la simbología femenina
del viento furioso y el hacer del huracán una diosa. Equiparar a las mujeres
con el mar desatado que se traga a los hombres puede conducir a la
divinización, pero no ayuda en absoluto a sacudir la inercia de los tópicos ni
a lograr justicia. No nos extrañaremos pues de que en la antigua Grecia, donde
se adoraba a la Gran diosa de la tierra, las mujeres no ejercieran el poder;
tampoco ahora se cree nadie que en México o en Hondarribia no hay machismo
porque se venera con devoción a la Virgen de Guadalupe. La divinización no
supone obligatoriamente respeto; ya el héroe sumerio Gilgamesh usaba de
imágenes misóginas para insultar a la diosa Ishtar, comparándola con el zapato
que hace heridas en el pie.
Según el historiador de las religiones Mircéa Eliade,
Las grandes diosas mediterráneas del período neolítico y del bronce
(Ishtar en Mesopotamia, Astarté en Fenicia, Deméter y Afrodita en Grecia, o
Cibeles en Asia Menor, todas ellas de estructura semejante) expresan la
sacralidad de la vida y el misterio de la regeneración, pero también el
capricho y la crueldad; prodigan vida, fuerza y fecundidad, pero acarrean
guerras y epidemias. Casi todas son al mismo tiempo diosas de la vida y de la
muerte (Eliade 1968).
Hay poetas modernos muy valorados que comparten la misma inquietante
idea: en palabras de Rilke, la mujer porta en su seno «un niño y la muerte».
Según sean las intenciones de principio, así son los resultados: la
diosas surgidas y mantenidas por ideas misóginas no nos valen, no van a emplear
sus poderes para enderezar el orden social, puesto que no es ésa su vocación
inicial ni la tarea que nadie les ha encomendado. A la hora de valorar el
significado y la influencia de las figuras religiosas, son de tener en cuenta
la trama ideológica y las prácticas sociales, y como se relacionan unas con
otras; sería demasiado sencillo afirmar que todas están directamente ligadas y
que forman una unidad.
Del mismo modo, no estará de más subrayar que mitos e historia son cosas
diferentes. Las amazonas, mujeres guerreras que vivían sin hombres, no han
existido en nunca - como tampoco ha existido el Tartaro de un único ojo...
Hasta ahora no se ha conocido en ningún momento ni en ningún lugar una sola
sociedad de tipo amazónico, con igualdad entre sexos. Existen sociedades
matrilocales y matrilineales: en estas últimas la herencia se hace a través de
la madre, con frecuencia sin que ella sea propietaria de unos bienes que pasan
de su hermano a su hijo; pero jamás las mujeres han tenido tanto poder
económico y político como los hombres, y mucho menos militar. Las mujeres que
describen los documentos etnológicos están bajo la supremacía masculina, más o
menos marcada, como las de la mitología, de las que se ha tratado en el
capítulo anterior.
Puede suceder, además, que las facultades de las mujeres causen temor,
en cuyo caso el trato que reciben es todavía peor: si ellas poseen la capacidad
biológica de dar la vida y la capacidad simbólica de dar la muerte, los hombres
buscarán compensación mediante el poder real de dar la muerte por las armas. En
algunos casos (Héritier 1996: 216), los hombres han tomado pretexto de la
dominación mítica de las mujeres para justificar la represión que ejercen sobre
ellas, con la excusa que lo que ahora les hacen sufrir no es sino una reacción,
a la vez que una prevención, contra los abusos y exacciones que tuvieron que
sufrir cuando ellas mandaban. El miedo y la desconfianza producen violencia en
el peor de los casos y, en el mejor, menosprecio. Ni siquiera los más
inteligentes escapan a esta clase de prejuicios, y el mismo Mozart, en la ópera
La flauta mágica, considerada como su testamento ideológico, aceptó las
enormidades misóginas de su libretista, en sintonía con los masones
«progresistas» de la época; y es así como los sacerdotes de Sarastro advierten
con la mayor seriedad al héroe Tamino: «Bewahret euch vor Weibertücken, Dies
ist des Bundes erste Pflicht!» («Cuídate de los engaños de la mujeres, ése es
el primer lema de nuestra Orden»). Los opresores se hacen pasar por víctimas.
IV. LA INTERPRETACIÓN VALE LO QUE EL MITO
Son muchos los que proclaman nuestro genuino matriarcalismo, y habrá que
pensar que tienen razones poderosas para hacerlo; quien ve igualdad de sexos es
seguramente porque la busca de veras, y acaba encontrándola. Los mitos son
creaciones humanas que se adaptan a los cambios humanos, y las interpretaciones
a que han dado lugar son parte inseparables de ellos. Hay que admitir que lo
que hoy en día se quiere ver en la mitología es el matriarcalismo, y que la
«Mari-filia» encierra la voluntad de hacer cumplir a la diosa una función
precisa.
Los mitos hoy en día no tienen la misma función que tenían en la
sociedad tradicional. Ahora ya no se cree que la Señora de Anboto exista
realmente; se tiene además bastante olvidado que trae la tempestad y condiciona
la meteorología, y, sobre todo, no se recuerda para nada que fue condenada a
errar entre llamas sin poder asentarse en ningún sitio. Pero sí se cree, con
mucho gusto, que bajo su reinado la sociedad vasca fue matriarcalista y, lo que
es más importante, que volverá a serlo si interiorizamos la enseñanza del mito.
Y así se ha convertido Mari, esta vez de verdad, en la principal divinidad del
panteón vasco, presente en todos los rincones del país, incluso donde era
desconocida.
Siendo esto así, no se puede negar que los mitos sigan vivos y que estén
vigentes los modelos que nos ofrecen, desde el momento que sirven para
construir un proyecto social y nacional basado en esas raíces. No es un modo de
empleo aberrante, sino bastante corriente a lo largo de la historia. En la
escuela griega se aprendían los modelos – o anti modelos- de Homero. Francia
tiene a Clodoveo, a Juana de Arco y a la Gran Revolución. Euskal Herria,
necesita definir su identidad, y busca su pensamiento propio en el ámbito de su
mitología, entre otros. Lo que es digno y justo para nuestros vecinos ¿por qué
no lo sería para nosotros? Como los demás, adaptamos los mitos a las exigencias
actuales y hacemos que digan lo que nos interesa, los manipulamos. Al fin y al
cabo está en su naturaleza y su el destino ser manipulados: no hay motivo de
escándalo.
Así y todo, mejor no afirmar que siempre han tenido el significado que
se les da ahora; simplemente aceptar que evolucionan, y que ahora queremos
convertirlos en equitables y feministas, porque necesitan de esas
características para ejercer su nueva función.
V. ¿UN PODER DE INFERIOR?
Dentro de esta lógica nos encontramos con una extraña paradoja. Si
efectivamente se trata de buscar la igualdad, habría en principio que rechazar
un sistema simbólico sexista, según el cual les corresponden a los hombres los
lugares altos y aéreos, y a las mujeres la tierra y las regiones inferiores.
Estar arriba significa poder, y estar abajo significa subordinación; algo que
el euskara expresa con palabras como ‘garaitu’ y ‘menperatu’, y el español con
'elevar' y 'rebajar'. Sin indagar sobre el origen de esta simbología, parece
claro que no tiene ventajas para las mujeres, puesto que al adjudicarles el
espacio inferior, forzosamente se les destina a la opresión. Estamos en el
esquema de mitología clásica y mediterránea, con las grandes diosas de la
tierra bajo los dioses del firmamento y de la tormenta. El trueno se asocia a
la cólera y a la violencia, en euskara se dice «estar furioso como el rayo»
(«ortzia bezain kexu izan»). En el antiguo Oriente Próximo se comparaba al rayo
con los ejércitos y los guerreros, con el poder militar. También en ese
sentido, el sistema de diosas de la tierra y dioses del cielo no ayuda a
afirmar la autoridad de las mujeres. Si incluso a una diosa aérea se le
subrayan los aspectos negativos - ser variable como el viento – ¿qué no se le
achacará a la que se asocia a los lugares inferiores?
No se entiende que quienes quieren la libertad de las mujeres y la
igualdad entre los sexos se empeñen en afirmar que Mari es la «Madre Tierra» y
se empeñen en ‘rebajarla’, cuando es claramente más celeste que subterránea.
Buscar el matriarcalismo en la tradición y cerrar los ojos y no dar importancia
a los pocos datos que a favor de esa hipótesis ofrece la mitología no tiene
mucho sentido. Claro que para todo el mundo es difícil darles la vuelta a los
símbolos que nos han enseñado, y cada cual tiene su ceguera particular.
VI. PRIVADAS DE LOGOS
Las imágenes de nuestra propia cultura las percibimos como naturales y
axiomáticas, incluidas las que conciernen al sexo y al género. Y el mensaje que
la mayoría de ellas nos dirigen es que las mujeres son intuitivas y
sentimentales, fascinantes y crueles, histéricas y miedosas, irracionales e
ilógicas, volubles y de poco fiar, ligadas a la luna, a la tierra y a la noche;
tarea de las mujeres es, por supuesto, dar la vida. Los hombres, aparte de
hacer la guerra, tienen las características contrarias: claridad, racionalidad,
valentía y fiabilidad; por eso las mujeres necesitan de su fuerte brazo para
andar por la vida. Es éste el esquema que enmarca simbólicamente al
razonamiento de una Mari subterránea convertida en foco de nuestro inconsciente
colectivo matriarcalista:
En la cosmovisión vasca la mater-materia, y no el logos o la razón
abstracta, se encarna o hace carne (en la diosa Mari) en un movimiento no de
emanación de arriba abajo, sino de inmanación de abajo arriba (Ortiz-Osés
citado por Naberan 1998: 86).
Una idea sin duda llena de buenas intenciones, pero que sigue
arrinconando a las mujeres, negándoles además el logos, la lógica, que sería
exclusiva de los hombres y que, según los filósofos desde Aristóteles hasta
Heidegger, distingue a los humanos de los animales; y así como si nada, se nos
priva de lo que caracteriza a las personas, para que en compañía de los
animales y de Mari podamos seguir siendo bien naturales. No hay novedad en ese
terreno, los Mari-filos mantienen los términos de la separación de géneros en
el lugar acostumbrado. Y aunque también es cierto, si no frecuente, que esos
términos pueden ser invertidos y que existen algunos ejemplos bastante
conocidos de soles femeninos y lunas masculinas, esto no cambia
fundamentalmente el sentido del sistema, ya que, como opina la antropóloga
Héritier (1996: 234), los valores femeninos, cualesquiera que sean, son
menospreciados por el mero hecho precisamente de estar ligados a las mujeres.
Probablemente porque esos valores están motivados por algo que está más acá de
los símbolos. Y sin embargo, no hay duda de que el género y sus categorías no
derivan del sexo biológico y que, como resumió Simone de Beauvoir (1949),
«mujer no se nace, se hace» («on ne nait pas femme, on le devient»).
Si no existe determinismo biológico sino elección cultural, ¿por qué se
elige siempre del mismo modo? Héritier responde (1996: 231) que las razones
tienen que ser múltiples. Para empezar, la elección no se haría por naturaleza
sino por la fuerza de las cosas, al menos en la prehistoria: las madres que
amamantan durante un largo período estaban dificultadas para cazar y hacer la
guerra, y se les reservarían las tareas de recolección. Por qué esas tareas
están menos valorizadas que las otras es algo que no se sabe. Está luego la
cuestión de la sangre o, más exactamente, de la imaginación relativa a ella:
las mujeres la pierden todos los meses de forma involuntaria, los hombres la
entregan voluntariamente en la guerra, lo que se prohíbe a las mujeres. Los
fantasmas que afectan a la sangre son muy ideológicos y muy tenaces: la de la
menstruación es algo sucio, la de un soldado es pura, por eso no es necesario
lavar los cadáveres de los caídos en la lucha - dicen los musulmanes. La
carencia de esa pureza inhabilita a las mujeres para ser ministras de la
Iglesia.
La guerra, las armas, el poder militar, todos ellos instrumentos de
control, atributos de Marte y de (San) Marcial, no se comparten con las
mujeres. La elección que en la prehistoria se hizo por fuerza ha echado raíces
profundas y la clasificación genérica de los símbolos estructura de tal manera
la percepción del mundo y de las cosas que ni siquiera los cambios en el modo
de vida logra desarraigarlos: la consecuencia se ha autonomizado de la causa.
VII. A DIOS ROGANDO Y CON EL MAZO DANDO
En estos dos capítulos se ha intentado poner en evidencia la ideología
contenida en la mitología y la manera como se conjuga con la práctica social:
cómo la utilización de los símbolos y arquetipos alimenta y mantiene el
conjunto del sistema, siendo los dos factores interactivos.
Las categorías genéricas establecen en gran medida los valores y el
orden sociales; son esas categorías las que deciden como deben de ser las
mujeres - dulces y si posible un poco tontas -, y los hombres - un poco
violentos y si posible fuertes; igualmente definen cuales son las tareas de
cada uno: el gobierno doméstico para las mujeres, el poder público y político
para los hombres.
Así las cosas, no deberíamos engañarnos y darnos buena conciencia
pensando que nuestra auténtica tradición es justa y que bastaría con apartar
las aportaciones exteriores para corregir las injusticias. Por supuesto no será
el monoteísmo de un dios extranjero quien nos libere; por el momento es el
pretexto que usan los papas para negar el sacerdocio a las mujeres. Pero
también protestantes y anglicanos son monoteístas y han resuelto el problema,
al precio de ir contra la tradición.
Más nos vale tener claro que aquí como en todas partes el sexismo es un
mal profundo muy difícil de superar. No tenemos ningún modelo histórico de
verdadera igualdad, aunque los grados de opresión varíen de unas sociedades a
otras: hay represiones leves, como la de los amerindios Iroqueses del XIX o la
de los Hopis; y las hay muy duras, una de las más conocidas, la del fundamentalismo
islámico. A falta de precedentes habrá que inventar algo nuevo y, a la vez,
posicionarnos en contra de algunos símbolos que nos son muy entrañables.
No es razón para desesperar, sino para saber dónde están las
dificultades.
ANUNTXI ARANA
0 comentarios:
Publicar un comentario