MITOS VASCOS
PARA PENSAR
LAS MUJERES EN LA MITOLOGÍA VASCA – I
Las parejas de este mundo
Hace casi medio siglo que el 8 de marzo, día de las mujeres, se celebra oficialmente. En la tradición de los valles navarros de Baztan y de Roncal, el jueves de sexagésima, segundo antes del domingo de Carnaval, es el día llamado Emakunde («de mujeres»). El jueves anterior, el de septuagésima, se celebraba Gizakunde (de hombres); y el posterior o de quincuagésima, Orokunde (de todos) (Azkue 1959: 54; Caro Baroja 1965: 383). También en otros lugares existen fiestas de las mujeres en la época de Carnaval, en febrero, sobre todo en el día de Santa Águeda: en muchos pueblos de Francia (Varagnac 1948: 87) y de España (Caro Baroja 1965: 371-375) las dueñas festejaban entre ellas y elegían una alcaldesa, algunas veces invitando también a los hombres y otras excluyéndolos.
La costumbre toleraba el mando de las mujeres dentro del contexto burlesco de Carnaval, cuando se permite que las cosas se hagan al revés y el mundo anda patas arriba. De otra manera no. Los tradicionalistas de Irun-Hondarribia, sin querer o queriendo, utilizan la tradición para negar a las mujeres el derecho de desfilar en el alarde, porque su fiesta no es un Carnaval como para que anden vestidas de hombre. Esa postura sexista y su tono agresivo fueron una sacudida para mucha gente, una actitud desagradablemente increíble, que no tardó en verse en coplas: el grupo Dut, con el cantante Fermin Muguruza, compuso la canción Bidasoa fundamentalista: los artistas han dado al fenómeno el calificativo apropiado.
Aunque es cosa conocida, recordemos que en el alarde tradicionalista las mujeres no participan más que a título de cantineras, una por cada batallón, y que se reserva a los hombres el derecho de desfilar escopeta al hombro. Mientras tanto, en la vida real, las mujeres forman parte en las fuerzas armadas y de la Ertzaintza y, que sepamos, nadie se escandaliza de ello. La ley no les prohíbe ningún sector de actividad y, de las instituciones que aquí tienen públicamente autoridad, sólo la Iglesia católica se atreve a despreciar el principio teórico de igualdad, negando a las mujeres el acceso al sacerdocio y lanzando anatemas contra los anglicanos que las admiten en ese ministerio.
¿Por qué los papas niegan un principio básico de justicia? ¿Por qué ciertas personas no pueden soportar en el alarde lo que ven en los medios de comunicación y en la calle? Puede que sea, entre otras razones, porque la fiesta, como la religión, tiene un gran contenido simbólico, y las ideas que vehiculan los símbolos son difíciles de cambiar, están más o menos escondidas en el inconsciente, y son siempre más incontrolables y rebeldes al razonamiento que las opiniones originadas conscientemente.
La mitología, rica en símbolos, nos puede proporcionar un terreno donde observar cual es el lugar que ocupan las mujeres en nuestro imaginario tradicional. Podremos así percibir cuales son los obstáculos a la igualdad que plantean nuestra sociedad y nuestra cultura, y por qué son tan tenaces.
Muchos no estarán de acuerdo con lo que va a seguir. Con frecuencia se ha afirmado que en la mitología vasca se conservan huellas de un antiguo «matriarcalismo» vasco - y no solamente en la mitología sino también en otros ámbitos como el derecho, etc. Se ha dicho que el hecho de ser una diosa la divinidad principal de nuestro panteón y las laminas los genios más abundantes en él, demuestra que las mujeres han tenido un papel preponderante en la sociedad tradicional, que han gozado de mucho poder. Yo no creo que haya sido así en absoluto.
Como la materia es amplia, la desarrollaremos en dos partes. En el próximo capítulo trataremos de ver cómo podrían las divinidades femeninas condicionar la situación de las mujeres terrestres, qué es lo que aquéllas aportan a éstas, y si la situación de esos seres del otro mundo es un reflejo de la de aquí abajo. En el presente capítulo, nos fijaremos en las mujeres de este mundo que aparecen en los relatos, para averiguar en qué situación las colocan y cómo son consideradas, si de alguna manera han logrado en ellos de la igualdad que los progresistas de hoy en día reivindican en cualquier ámbito de la vida.
Tal y como las sueña y las canta el grupo OK Korral, las jóvenes caseras vascas son audaces en amor: «tienen mucho calor en el cuerpo», están «siempre pidiendo», incluso «van al bosque a buscar un basajaun» (mítico señor del bosque). A riesgo de parecer desesperante, hay que decir que en los mitos pasa lo contrario, que, como de costumbre, son los «basajaun» y los jentiles quienes raptan a chicas para llevárselas a su cueva; y que esas jóvenes aprovechan la primera ocasión para huir de tales «amantes» (Cerquand, 1986: 17-22; Arana 1996: 256-264). Lo cual no quita para que la inversión inaudita inventada por las cantantes de OK Korral sea bienvenida.
Dejando de lado las cuestiones amorosas, observaremos cual es el nivel en que se coloca a las mujeres dentro de las parejas protagonistas de las narraciones , para compararlo con el de sus compañeros masculinos; es decir, quien de los dos es inteligente y quien estúpido, quien amo y quien sirviente, quien opresor y quien oprimido. Tomaremos como muestra una serie de historias, procurando hacerlo con imparcialidad, sin escoger solamente las que dan ventaja a la hipótesis que se quiere verificar, sino las más representativas.
La primera historia, La hija del diablo, va justamente en contra de esa hipótesis. Como es bastante larga (ver Barandiaran 1962: 17 y Arratibel 1995: 88 y 59), traeremos sólo un resumen.
Un joven va de criado a casa del diablo y para salvar su vida se ve obligado a realizar las tareas imposibles que le impone su amo. Por suerte, la hija del diablo se enamora del muchacho, le ayuda a realizar las tareas y acaba casándose con él; el diablo-ogro les persigue para matarlos, pero los jóvenes logran escapar gracias a la magia de la esposa. La muchacha es tan fuerte que supera incluso a su diablo de padre; es también de ella la iniciativa de casarse con el criado. Sin embargo, como la oposición a su padre la realiza mano a mano con su marido, no está claro si la pareja funcional es la de padre-hija o la de marido-mujer.
Una segunda historia expresa mejor la inteligencia y la habilidad de una mujer a la hora de salvar de las manos del diablo a su marido. Así se la contaron a Barandiaran en Donostiri (Baxenabarre):
Había un herrero que no podía ganarse la vida. El diablo le dijo que él le haría todos los trabajos en ocho días si aceptaba entregarle su alma. El herrero le prometió que sí. Y luego, al pasar el tiempo, se iba poniendo triste, porque el diablo le hacía cuantos trabajos le encargaba.
Se lo contó todo a la mujer y ella le encontró el remedio: se sacó un pelo de la cabeza y se lo dio al diablo para que lo enderezase. El diablo no podía enderezar el pelo y lo puso al fuego; el pelo se quemó y el diablo no pudo terminar el trabajo. Y el hombre conservó su alma (Barandiaran 1962: 101).
Hay razones para preguntarse si, más que de un cabello, no se trata de un pelo del pubis, como en otros relatos del mismo tipo (Agua en la criba, en el capítulo anterior), ya que para ser enderezado tiene que ser forzosamente rizado, condición sin la cual no hay historia. Quizás el informante cambió el detalle para contárselo más fácilmente a un cura; pero es precisamente ese detalle el que da sentido al suceso, de acuerdo con el tópico según el cual el sexo femenino es más retorcido que el propio diablo, por lo que una mujer cuando es inteligente es diabólica.
Muy parecido al anterior es el relato La edad del diablo:
Un hombre que había sido enriquecido por el diablo tenía que adivinar la edad de aquél para salvar su alma. ¿Qué hizo su mujer? Se desnudó, se metió en una barrica de miel y después en una barrica llena de plumas. Así vestida se puso en una barrera con las piernas hacia arriba. Cuando vino el diablo exclamó:
- ¡En los XXX años que tengo jamás he visto una barrera como ésta!
El marido que estaba al acecho le oyó y pudo decir al diablo su edad. El hombre fue salvo y rico (adaptado de Barandiaran 1962: 101 y de Webster 1993 II: 101).
En la misma serie podemos incluir El puente del diablo, relato ya citado en el capítulo sobre el agua, en cuya versión de Arrosa (Baxenabarre) no es un cura sino la esposa del constructor quien tiene la idea:
Un maestro cantero tenía que construir un puente en Arrosa. Hizo el contrato de terminar para tal día, bajo obligación de entregar determinada cantidad de no cumplir el compromiso. No podía hallar compañeros canteros y al llegar el último día el hombre estaba triste. Se le apareció el demonio y le dijo:
- ¿Qué te pasa para estar tan triste?
El cantero le dijo lo que ocurría. Y el demonio:
- Si me quieres vender el alma, yo terminaré el puente antes de que el gallo haga kukurruku.
El hombre le dijo que sí y firmó el contrato con su misma sangre. Por la noche los demonios comenzaron el trabajo del puente, sin que nadie les viera, diciéndose unos a otros:
- Toma Guillen. Agarra Guillen. Trae Guillen.
La gente estaba asustada al oírlos sin ver a nadie. Y el cantero más triste que nunca. Viéndole su mujer le preguntó qué le pasaba. Y cuando lo supo dijo ella:
- Yo haré que el gallo cante antes de la madrugada.
Fue la mujer al gallinero poco antes de medianoche con una luz en la mano.
Al ver el gallo aquella luz, creyó que era el sol y que andaba con retraso, y se apresuró a cantar: ¡¡¡KUKURRUKU!!! Los diablos que estaban a punto de poner la última piedra, al oírlo gritaron:
- ¡Adiós nuestra paga!
Y huyeron haciendo un gran ruido, después de haber tirado la última piedra al río. Desde entonces nadie ha podido ponerla y hoy en día al puente de Arrosa le falta una piedra (adaptado de Azkue 1966: 377 y Cerquand 1996: 31).
II. MUJERES INCAPACES Y VÍCTIMAS
Ya se ha encontrado a los familiares en los capítulos que tratan de la muerte y del agua, y volverán en el de los curas. Se recordará que estos seres pequeños y perversos, en cuanto se les abre el alfiletero donde están guardados, piden trabajo, lo realizan velozmente y no cesan de acosar para que se les mande otra tarea o hasta que se acierta a hacerles volver a su alfiletero. En la mayor parte de sus relatos son los hombres quienes los controlan y las mujeres quienes los padecen, como hemos visto en una historia de Orozko. En cambio, en la versión zuberotarra de Eskiula, llamada Las moscas de Mendiondo, la mujer consigue manejarlos:
El amo de la casa Mendiondo de Eskiula era vago de solemnidad pero, sin embargo, su casa era siempre la primera en terminar los trabajos. Un domingo por la mañana, después de misa, apareció segado un campo entero de trigo: todo el mundo estaba sorprendido y hasta su mujer sospechaba algo. Un domingo que fue a misa, su mujer le vio esconder algo en un matorral y fue a ver qué era. Encontró un estuche, lo abrió y salieron tres moscas que les preguntaron:
- ¿Qué hay que hacer? ¿Qué hay que hacer? ¿Qué hay que hacer?
- ¡Meterse por el mismo agujero!
Y se metieron. Se lo dijo a su marido y él le confesó que eran las moscas trabajadoras.
Desde entonces, también cuando la mujer les mandaba algún trabajo lo hacían enseguida. Un día no paraban de darle la lata:
- ¡Trabajo, trabajo, trabajo!
Les dio una criba y les dijo:
- Ir a llenar la barrica del sótano: traéis en este recipiente (la criba) agua del cauce del molino, subiendo por el campo de abajo.
Terminaron el trabajo en un momento y se pusieron a pedir más.
La mujer dijo a su marido que tenían que deshacerse de aquellas moscas.
- Si, pero tenemos que pagarles a cada una su sueldo.
- Dales las diez ocas que están ahí, encima de casa.
Y al punto la ocas se elevaron por el aire hacia las nubes, y las moscas de Mendiondo no volvieron a aparecer (resumen, Cerquand, 1986: 27).
Sólo en esta versión y en otra de Orozko aparece una mujer capaz de controlar a los familiares. Por lo demás, algunos informadores, hombres, hacen observar que las mujeres son unas fisgonas que provocan chandríos y que no pueden solucionarlos si no es con ayuda de algún hombre.
Hemos visto en el capítulo de la muerte que el mayor problema de los «enemiguillos» familiares es el de no dejar morir a su dueño, quien tiene que sufrir una agonía interminable, a no ser que se libre de ellos endosándoselos a alguien. Pueden ser donados a una criba, a un animal o a una persona, quien, en cuando los recibe, sale arrebatado por los aires y desaparece. En Orozko había un pastor famoso porque corría como nadie; una vez que se puso enfermo y se vio muy mal, logró deshacerse de sus «prakagorris»: se los metió en el cencerro a una cabra que tenía en la cuadra, según dijo un informador que, cuando contó la historia por segunda vez, precisó que se los metió en el trasero; fuera como fuera, inmediatamente el animal salió por los aires y no volvieron a verlo, aunque podían oír en el aire el sonido de su cascabel (resumen de Arana 1996: 348).
Es sabido que en las culturas mediterráneas se comparan con frecuencia a las mujeres y con las cabras, idea que recogen algunos dichos, como esta copla de Sigüenza: «A la mujer y a la cabra tenerlas bien atadas, y si no dejarlas sueltas» (ibíd.: 868). Un refrán de Oztibarre (Baxenabarre) asegura que ni la cabra es un animal doméstico ni la mujer una persona (Videgain 1989: 281).
La siguiente historia de familiares está contada por el mismo informador de Orozko:
Una muchacha de Zeberio, Jakoa, estaba de criada en Bilbao. Su padre se puso muy enfermo y no podía morir porque tenía «prakagorris»; también la familia sospechaba algo. Cuando vino la hija de Bilbao, su padre le preguntó si aceptaría una caja que tenía él - la de los familiares. Ella respondió que sí. El hombre murió enseguida y la muchacha no volvió a parar en ninguna parte, siempre andaba por el aire, de aquí para allá por el aire, corriendo (resumido, Arana 1996: 356).
Algo parecido le ocurrió a la joven que iba a convertirse en Señora de Anboto, que también anda por el aire de un monte para otro, entre relámpagos, rayos y pedrisco. Muchas historias cuentan su origen y, en una ellas, relatada por la misma persona que las anteriores, se dice que la causa fueron los familiares:
La Señora de Anboto, cuando era una muchachita, estuvo de criada con una solterona que tenía familiares cogidos en la cueva de Axpuru. A la hora de morir se los donó a la criada; y cuando ésta aceptó la caja la solterona le dijo:
- Muchas gracias. Y en adelante andarás siempre por el aire, siempre por el aire y echando llamas.
Por eso se condenó la muchacha a andar así: pasaba siete años en Anboto y otros tantos en la Peña de Gorbea, en la cueva de Supelegor (resumido, Arana 1996: 291).
En estas dos últimas historias, son una hija y una criada las receptoras y víctimas de los familiares, mientras que quienes los controlan y sacan partido de ellos son un padre y una ama. Más arriba hemos visto que en general los amos o los maridos tienen facultad para utilizarlos, al contrario que las criadas y las esposas, incapaces salvo excepciones de volverlos a encerrar en su estuche.
En un nivel -superior- están los maridos, los amos y, en algunos casos, las amas, y en otro -inferior- las sirvientas y criadas; no encontramos ningún ama superior a su criado.
Constantemente y de diversos modos se nos recuerda que la dominación reside en el hecho de ser hombre; en nuestro país, cuando se quiere honrar a alguien se canta «Agur jaunak» («Les saludamos, señores»), manifestándole así deferencia y admiración, aunque haya señoras entre las personas homenajeadas, y se invita a los asistentes a que manifiesten su respeto poniéndose de pie. ¿No deberíamos las mujeres quedarnos sentadas en semejantes situaciones?
III. PARIENTES CON AUTORIDAD
Las siguientes historias, que también hablan del origen de la Señora de Anboto, muestran de nuevo como un hombre, por el hecho de serlo, es superior a una mujer y como resultan concomitantes el nivel de poder y el sexo. En las parejas que vamos a observar, uno de sus miembros es la Señora y el otro la persona que va a causar su condena. He aquí un resumen basado en diversas versiones (ver Barandiaran 1973a: 400-405; Azkue 1959: 367 y 1966: 437; Etxebarria 1991: 390; Arana 1996: 792).
Dicen que la Señora de Anboto era una joven rubia muy bella y que pasaba todo el tiempo peinándose. Esto hacía enfadar a su madre que un día le maldijo diciéndole: «¡Ojalá te lleve un rayo! » Y que al instante se elevó por los aires, toda en llamas y entre rayos.
Otros dicen que la Señora era una mujer casada que no iba nunca a la iglesia. Un día, su marido la llevó por fuerza en un carro atada con cuerdas. Pero al llegar delante de la iglesia, antes que entrar, se puso toda en llamas, quemó las ataduras y se elevó por los aires. Y que desde entonces anda por ahí dando vueltas de un monte para otro.
Una variante de esta versión cuenta que esa mujer tenía un hermano cura y que fue él quien la llevó de fuerza a la iglesia.
Si comparamos entre sí los miembros de las parejas en las historias de familiares y en las de la Señora de Anboto, obtenemos las siguientes correlaciones: padre/hija = ama/criada = madre/hija = marido/mujer = hermano/hermana. La persona condenada es siempre una mujer, y la persona que condena es un amo (o ama), un padre (o madre) o un hombre.
A la hora de valorar estas graduaciones, parece normal que el padre o la madre sean dominantes con respecto a la hija: es la lógica generacional, según la cual padres e hijos no están en el mismo nivel, sino que hay entre ellos una relación vertical. Igualmente parece normal que un ama domine a su criada, puesto que la relación entre patronos y servidumbre es vertical según una lógica socio-económica (sin entrar a juzgar sobre si esa lógica es equitable o no).
Pero lo que no es normal es que el marido domine a su mujer y el hermano domine a su hermana, puesto que la relación existente entre ambos es horizontal, tanto desde el punto de vista generacional (misma generación) como del socio-económico. La única razón de que el marido y el hermano sean dominantes es su sexo masculino.
El predominio masculino puede llevar, y lleva, a ocultar la existencia misma de las mujeres. Cuántas veces no habremos oído a los participantes de un acto público emplear la forma masculina del verbo vasco en lugar de la neutra, como si no hubiera mujeres entre los asistentes. Llaman la atención algunos texto de cantos combativos, como éstos de Labeguerie o de Monzon: «Euskal semea da gure anaia» («El hijo vasco es nuestro hermano»), «Kantazak euskalduna» (“Canta hombre vasco»), “Guztiok gara anaiak» (“Todos somos hermanos»). En euskara se distinguen perfectamente el hijo (‘seme’) de la hija (‘alaba’), el hermano (‘anaia’ o ‘neba’) de la hermana (‘ahizpa’ o ‘arreba’); el verbo alocutivo ‘kantazak’ está dirigido exclusivamente a un varón; la forma para hablarle a una mujer es ‘kantazan’. )
De esa manera se ha decretado que el bien común es la fraternidad entre hermanos (‘anaitasuna’), aunque esté claro que las mujeres no pueden ser ‘anaia’ (hermano) de nadie. Y poco a poco, a medida que el euskara se moderniza, van cayendo en desuso palabras neutras tan fundamentales y necesarias como 'haurride' o 'senide' (que incluyen hermanos y hermanas). Como nuestros vecinos franceses, aceptamos sin rechistar que es la fraternité lo que hace avanzar la historia.
IV. ARMAS Y BARBAS
La historia y sus luchas pertenecen a los hombres, y son atributo de ellos las armas, agentes y símbolos del poder. Así lo afirma en nuestra tradición el relato de La lamina herida, que ya hemos encontrado en el capítulo “Relaciones de vecindad». Vamos a verla otra vez en una versión de Orozko.
Las mujeres se quedaban por la noche junto al hogar hilando o haciendo calceta, una vez que los hombres se habían ido a la cama. Después de haber trabajado, se hacían «txitxiburruntzi» (tocino en asador), siempre a escondidas de los hombres. Una vez, les entró una lamina por la chimenea a pedir txitxiburruntzi; ellas se lo dieron para que les dejara en paz. Pero luego todas las noches volvía y se llevaba el tocino. Hasta que se hartaron y se lo contaron al amo de casa. «Ya me voy a encargar yo de esa lamina», dijo; y a la noche siguiente se quedó él hilando vestido de mujer. La lámina le vio y sospechó algo:
- ¡Te ha crecido la barba desde ayer! Dame txitxiburruntzi.
El hombre puso el asador al fuego y cuando lo tuvo rusiente se lo metió a la lamina por la boca, dicen en Orozko, o por el trasero, dicen algunos en Zuberoa. Y la lamina no volvió más (resumen de Arana 1996: 223-232).
Algunas versiones aseguran que la casa se arruinó desde que las laminas dejaron de frecuentarla (Webster 1993 I: 47). En la que recogió Arnaudin en las Landas de Gascuña (1996: nE 40), la lamina era amiga del ama de casa y venía a acompañarle en la velada, mientras el amo dormía; la mujer le invitaba a borona con manteca mientras ella hilaba, y la casa prosperaba, porque las laminas eran muy poderosas; pero cuando el hombre supo de aquellas visitas, se enfadó y decidió quedarse él mismo por la noche, en contra de la opinión de su mujer, porque las esposas no se atreven siempre a enfrentarse a sus maridos. Vino la lamina y, a pesar de que se dio cuenta de que el hombre tenía barba y de no sabía hilar, le pidió manteca; y él le respondió hiriéndola. Aquella gente se volvió más pobre que nunca y no volvieron a ver a la lamina.
Bien sea a petición de la mujer o por decisión propia, son los hombres quienes atacan a la lamina en la mayoría de las versiones. Solamente he encontrado dos en las que la mujer empuña el asador para herir a la lamina o la bruja que le se lleva la comida: una de ellas la recogió Barandiaran en Eskoriatza (1973a: 493), la otra Gaminde en Elantxobe (1997). En las demás, la esposa deja que lo haga su marido, aunque podría hacerlo ella, como si manejar armas no fuera cosa de mujeres. Hasta tal punto parece evidente la masculinidad del arma que la lamina, al sentirla, exclama: «¡Este hombre tiene la barba dura! ». Es decir que equipara la quemadura del hierro con el pinchazo de la barba. De todas formas, la herida de la lamina es en muchos caso explícitamente sexual: en algunas versiones orales de Zuberoa se sitúa en la vulva. Se trata sin ninguna duda de una agresión fálica, tal y como es fálica la utilización de los familiares en perjuicio de mujeres, de animales hembras o símbolos femeninos (cabra).
En nuestra cultura se ha solido ridiculizar a los hombres que, diferenciando su sexo de las armas, prefieren el amor a la guerra. El Cherubino de Le nozze di Figaro es castigado a ir a la batalla por haber elegido el amor, y Figaro le dedica la marcha «Non più andrai farfallone amoroso», en la que se ríe de él llamándole Narcisetto Adoncino; sin por eso desaprovechar la ocasión para burlarse también de los símbolos sagrados, la vittoria y la gloria militar.
V. ANTÍDOTO DE LAS BRUJAS
Las laminas vienen del bosque a las casas y entran por la chimenea para comer con las mujeres. Recíprocamente, las mujeres salen de casa por la chimenea para ir al bosque a bailar en los «akelarres» de las laminas (ver capítulo «Relaciones de vecindad»). Estos viajes se cuentan en una serie de divertidos relatos cuyas diversas versiones se encuentran en todas las regiones de Euskal Herria, desde Santa Garazi, al Este, hasta Orozko, al Oeste (cfr. Cerquand 1986: 133-349; Barbier 1931: 141; Azkue 1959: 295, 332 y 381-382, 389; Barandiaran, 1984b: 73-95). He aquí el resumen de una versión de Orozko:
El criado de una casa estaba una noche medio dormido, acostado en el banco del hogar («zizailu»). Entró el ama de casa, levantó una losa del suelo, sacó una caja allí escondida y con el ungüento que había dentro se untó todo el cuerpo. El criado se hace el dormido y la mujer dice:
- Por encima de todos los matos y por debajo de todas las nubes.
Y sale por la chimenea arriba, camino del akelarre. El criado quiere hacer lo mismo, pero dice la fórmula al revés:
- Por encima de todas las nubes, por debajo de todos los matos y por detrás de la vieja.
Y anduvo el pobre donde había nubes por encima de ellas y donde había matos por debajo: llegó todo arañado al akelarre. Allí estaban brujas y brujos, venga a bailar alrededor de un jefe; y allí estaba también su patrona.
En una de ésas el jefe se sienta en una silla sin fondo y todos los asistentes pasan a darle un beso en el trasero. Cuando le llega el turno al criado, que era zapatero y llevaba la lezna, en vez de besarle le dio un pinchazo. Y el otro grita:
- ¡Alto! ¡Alto el baile! Aquí alguno tiene las barbas duras.
Y se dispersaron todos los que estaban en el akelarre. El criado se encontró solo entre matos, y cuando amaneció volvió a casa como pudo (Arana 1996: 200).
Hay que comparar esta historia con la precedente en la que la lamina, al sentir el asador exclama: «¡Este hombre tiene la barba dura! ». Palabras muy semejantes a las del jefe del aquelarre, solo que en lugar del asador está el punzón. Metafóricamente, son las barbas las que dispersan el akelarre y las mismas que hieren a la lamina. Es pues el símbolo de la masculinidad el vencedor de la lamina y de las brujas, sin que para ello sea obstáculo el que la bruja sea ama y el hombre criado, o sea, que aquélla sea de un nivel social superior.
Se puede decir que, en nuestros relatos mitológicos, el hombre es el antídoto de las brujas, cosa que a menudo subrayan explícitamente los informadores. Una vecina de Senpere (Lapurdi) nos contó en 1999 un rito que practicaban sus padres, en cuya casa se mantuvieron en vigor las tradiciones antiguas mientras vivió la abuela nativa de Arantza (Nafarroa); para ella, después de haber dado a luz una mujer no estaba limpia, ni estaba bien, hasta que su marido entraba en casa; entonces él se ponía una camisa limpia de su mujer y luego se le pasaba a ella para que se la vistiera: la virtud del hombre que había recogido aquella prenda protegía a la mujer del mal aire y otros peligros. La acción más femenina que existe, que es alumbrar, trae consigo aspectos negativos - debilidad e impureza - que el hombre puede remediar, porque él posee la fuerza de lo limpio. La Iglesia, por su parte imponía el rito de la «purificación». Una anécdota oída en mi juventud en Luiaondo ilustra hasta qué punto es tenaz la idea de que el parto y el género femenino son impuros. Estaban unos críos jugando cuando uno de ellos dijo: «¡Coña!»; su compañera le reprendió que no hay que decir esa palabra; él se justificó: «Pues la abuela también dice “coño”»; y la sentencia final, inapelable: «Sí, pero coña es peor, porque la coña pare».
VI. LA QUEMA DE LA MADRE BRUJA
VI. LA QUEMA DE LA MADRE BRUJA
La camisa que se ha puesto un hombre ahuyenta a las brujas, pero al menos no las lincha; ni el criado que va al akelarre denuncia a su ama. Por el contrario, sí hay historias en las que la bruja es quemada sin miramientos, incluso por mandato de su propio hijo, como en relatos del tipo del siguiente:
En un pueblo tenían un niño enfermo a causa del mal de ojo y, según decían, se lo había producido la madre del cura. Los curas de entonces podían saber quién era bruja: bastaba con dejar después de misa el misal abierto sobre el altar, para que las brujas que estaban en la iglesia no pudieran moverse de su sitio y quedaran como paralizadas.
Eso es lo que hizo el cura de esta historia: cuando terminó la misa dejó el libro sin cerrar y se fue a casa a almorzar. Como su madre no venía, mandó en su busca a la criada: «El amo dice que venga usted. - Di al cura que venga él acá y que quite lo que ha dejado abierto». Volvió el cura a la iglesia, cerró y guardó el misal y entonces pudo su madre salir de la iglesia. Dice la versión de Azkue (1966: 333) que el cura desbrujó a su madre a fuerza de conjuros. Pero en Orozko me contaron que la mandó quemar.
La tiranía de los hombres va muy lejos en esta última versión donde, a la inversa de lo genealógicamente natural, el hijo domina a la madre hasta el extremo de matarla, como si contra las brujas todo estuviera justificado. Hay quien pensará que son ideas de curas; solamente que no es en la versión del padre Azkue donde la bruja es quemada, sino en otra referida por una mujer (Arana 1996: 194 y 632).
En realidad no es cosa inaudita: el hijo cura no hace sino repetir el crimen de Orestes - que encontraremos en el próximo capítulo. Y además, son muchos los finales de cuentos en los que se quema a la malvada madrastra o a la abuela perversa, ambas figura simbólica de la madre. La inversión de la lógica genealógica la encontramos también en la historia La hija del diablo, en perjuicio del padre, aunque no se le llegue a matar. Pero lo malo es que la misoginia de los relatos donde se quema a la bruja va de par con una opinión muy común, según la cual todas las mujeres son un poco brujas, de manera que la creencia general y la mitología van parejas y se refuerzan mutuamente.
Igual debió de ser en la Edad Media, si como dice un personaje del cuento «Lilith» de Anjel Lertxundi, «todo lo que viste faldas es bruja» (666 Piztiaren izena / El nombre de la Bestia). Y ahora como antes, si la imaginación y la realidad social coinciden, es difícil pretender que la mentalidad colectiva anterior sea diferente.
VII. LA MADRE TERRIBLE Y LA MALA SANGRE
La quema de la madre-bruja nos acerca al psicoanálisis. Bettelheim, en su Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1976: 279), opina que la imagen de la bruja tiene su origen en el arquetipo de la «madre terrible», y resalta el aspecto maternal de la ogresa en el cuento Hansel y Gretel (La casa de chocolate). El hermano y hermana perdidos en el bosque encuentran una casa habitada por una bruja-ogresa que les recibe y alimenta como lo haría una madre bondadosa; pero en realidad lo hace para engordarlos y después comérselos. De modo parecido, el niño, cuando llega al período edípico, está desilusionado y furioso al darse cuenta de que su madre no satisface sus deseos tal y como él querría; sumido en sentimientos ambiguos sospecha si no será ella una ogresa. Esta imagen de la «madre terrible» no se limita a la niñez, perdura en la edad adulta y se inserta en una constelación de símbolos más amplia y dominante, cuyo arquetipo es la sangre menstrual, elemento acuático nefasto, ligado a las epifanías de la muerte lunar y de la noche, imágenes todas ellas teñidas de simbología femenina (Durand 1969: 110 a 119).
En el contexto de esta imaginación misógina, los niños son las víctimas designadas de las brujas, cuyo quehacer típico, también en nuestra tradición, es o hacer que enfermen o que mueran; para ello se valen del veneno que proviene de la sangre menstrual, según el Alberto Magno (1981: 69), antiguo libro de magia.
Las mujeres viejas que tienen todavía la regla y algunas otras que ya no la tienen regular, si miran a los niños en la cuna les comunican su veneno con la mirada. La causa de ello es que, en las mujeres que tienen reglas, el flujo y los humores están extendidos por todo el cuerpo y ofenden a los ojos, y los ojos así ofendidos infectan el aire, y el aire infecta a la criatura.
Y qué mala suerte, también las mujeres que no tienen regla infectan a los niños. ¿Cómo?
Porque la retención del menstruo engendra muchos malos humores y porque las mujeres, cuando son de edad, ya no tienen calor natural para consumir y dirigir esa materia, sobre todo las que son pobres y viven de viandas groseras que contribuyen mucho a ello. Esas son más venenosas que las otras.
No hay escapatoria, una mujer vieja y pobre es forzosamente bruja. El Alberto Magno no es un libro vasco, pero las características de sus brujas son las que encontramos en la recopilación de Webster o en la de Barandiaran (titulada Brujería, 1984b). Caro Baroja relata un episodio en Navarra (1966: 290). Cuando en Arantza hubo casos de niños enfermos, supuestos ahojados, un hombre afirmó que la primera vieja que pasara todos los días por la calle de los enfermos debía ser la autora del mal; se preparó un horno y faltó muy poco para que una pobre anciana fuera quemada.
Hay quien opina hoy en día que en la antigua sociedad tradicional las brujas eran benéficas y que ha sido el cristianismo quien más tarde hizo que se les considerara como dañinas. Sólo en parte es eso cierto. Si la feroz persecución fue originada fuera del país, la creencia en brujas maléficas es propia; y también ha existido en culturas y regiones no cristianizadas, como son las amerindias y las de las Islas de Oceanía, entre otras.
VIII. AQUÍ TAMBIÉN SE CUECEN HABAS
Fijándonos en las parejas de protagonistas de nuestros relatos mitológicos podemos deducir que, en la mayor parte de ellos, aunque haya excepciones, las mujeres son más débiles que los hombres y están bajo su influencia, incluso cuando tienen una posición genealógica o social superior. Nos encontramos además el arquetipo del hombre armado y de la mujer desarmada - tal y como pretenden algunos mantenerlo en la comarca del Bidasoa.
Por su parte, las historias de brujas son claramente misóginas. Entre las brujas dañinas son tan abundantes las mujeres como escasos los hombres. Esto es así en los lugares donde he preguntado y en muchos otros. En Donostiri, donde investigó Barandiaran, las brujas malignas parecían ser sobre todo femeninas, mientras que eran masculinos los adivinos que ayudan a averiguar en qué lugar pueden hallarse los animales perdidos.
Así las cosas, es imposible concluir afirmando que la mitología vasca muestra el antiguo matriarcalismo de los vascos. En general está bastante lejos de la igualdad y tiende a parecerse a la realidad social más corriente; quizás sea un poco más equilibrada y menos discriminatoria que ésta, ya que de vez en cuando nos presenta mujeres fuertes, dejando así abierta la puerta hacia la mejora.
Y es que en la sociedad actual persisten muchas actitudes retrógradas. Después de tantas campañas contra los juguetes sexistas, en la Navidad de 1998-1999, una emisora de Baxenabarre difundía un anuncio como éste: «Para las niñas la muñeca Barbie y, para evitar los celos, ¡Action-man para los chicos! » Barbie lucía precisamente una «trenza mágica» y Action-man el uniforme y las armas de «la patrulla del desierto»: un reparto de tareas ejemplarmente sexista. Donde se demuestra claramente que es pura inclinación natural la que incita a las chicas a la seducción y a los chicos a la lucha. A través de los juguetes, igual que en los relatos mitológicos, ofrecemos a las niñas la cabellera de la laminas y a los niños las armas, para que desde pequeños aprendan cual es el lugar que les corresponde.
Después de estas constataciones podríamos preguntarnos si no sería mejor dejar de contar las historias tradicionales por discriminatorias e inadecuadas para la juventud. Sería muy triste terminar tirando a la papelera nuestra mitología, y no hay razón para ello, sino al contrario. Porque aunque la tendencia sexista sea mayoritaria, no hay que olvidar las excepciones; los relatos son muy diversos, y también las versiones de cada uno y sus interpretaciones. La tradición no es dogmática ni impone una orientación, sino que permite al narrador escoger una historia y la manera de contarla; y siempre se puede encontrar un espécimen contestatario que vaya en sentido contrario a la corriente dominante. Es decir que en manos de cada cual está que lo que hasta ahora ha sido una excepción se convierta en lo habitual.
El sexismo local no es ni el del islamismo ni el de la Inglaterra Victoriana. No tenemos que oír a predicadores tan estúpidos como los que soportó Virginia Woolf (A room of One's Own): Oscar Browning, personaje importante de Cambridge declaró que «la impresión que sacaba después de haber recorrido cualquier categoría de exámenes escritos, independientemente de las notas atribuidas, era ésta: la mejor de las mujeres es intelectualmente inferior al peor de los hombres».
Tampoco por aquí faltan casos graves, como la carta que San Francisco Javier escribió a un misionero para darle consignas de cómo debía de comportarse con las mujeres. Siendo ellas bastante ligeras de cascos, el santo aconseja instruir y cultivar el alma de sus maridos, de cuya virtud dependen comúnmente el buen orden de las familias y la piedad de las esposas. Jamás se ha de quitar la razón a un marido delante de su mujer, aunque fuera el más culpable del mundo; porque, como todas son naturalmente burlonas y poco discretas, no cesará ella de irritarle y de reprocharle su falta. Hay que enseñar a las mujeres el gran respeto que deben a su marido y advertirles de las graves penas que Dios reserva a la inmodestia y a la arrogancia de aquellas que se olvidan de un deber tan santo y legítimo. Les corresponde a ellas digerir y sufrir pacientemente los enfados de sus cónyuges, de los cuales no se quejan sino por falta de la debida sumisión de espíritu, y que no son sino la consecuencia de su propia indiscreción y desobediencia (Delumeau 1978: 324).
Aunque no sea lo peor del mundo, debemos asumir lo nuestro, sin caer en argumentos lisonjeros y de auto-satisfacción, como que siendo los vascos en origen igualitarios, llegaron luego los indoeuropeos, los romanos y los judeo-cristianos y trajeron el sexismo. Son suposiciones poco creíbles, que no tienen pruebas ni bases sólidas; y no está bien culpar a los demás de nuestra propia misoginia, por halagar nuestros deseos.
Para lograr la igualdad tras milenios de opresión necesitamos reflexiones más serias, sin dormirnos sobre lo ya conseguido. Por el momento siguen siendo para varones los himnos a la patria. Y en cuestiones amor, el canto de OK Korral a las fogosas baserritarras es una feliz excepción. Ya en el siglo XII occitano había mujeres que hacían trovas enamoradas, pero mucho menos que los hombres. Como las de ahora, eran poetas excelentes, por ejemplo la condesa de Dia, autora de «A chantar m'er de so qu'eu non volria».
ANUNTXI ARANA
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