Mari
y el Señor de Bizkaia
La siguiente leyenda se encuentra recogida en el «Libro dos Linhagens», escrito por el conde Pedro de Barcellos en el siglo XVI.
Era don Diego López
de Haro, señor de Bizkaia en el siglo XIV, un gran cazador, y
siempre que podía salía en busca de algún jabalí o de algún otro
animal salvaje de los que, en aquel entonces, abundaban en nuestros
bosques y montes.
Un día en que se
afanaba en la caza de una buena pieza, oyó cantar a una mujer en lo
alto de una peña. La voz era tan bella que don Diego sintió unos
enormes deseos de conocer a su dueña, y se dirigió hacia ella.
Nunca había visto
una mujer tan hermosa. Era alta y esbelta, de piel blanca y ojos
negros que contrastaban con el rubio dorado de sus cabellos, que casi
llegaban hasta el suelo. Llevaba un vestido verde bordado con hilos
de oro, y una cinta, también de oro, en la frente. Era tal su
esplendor que don Diego se enamoró locamente de ella.
—¿Quién eres?—le
preguntó.
—La señora deAnboto —respondió ella.
—Puesto que tú
eres señora de Anboto y yo señor de Bizkaia, ¿quieres casarte
conmigo?
La Dama aceptó,
pero le hizo prometer que nunca, nunca haría la señal de la cruz en
su presencia. Se casaron y tuvieron una hija, Urraka, y un hijo,
Iñigo Gerra.
Pasaron los años y
la felicidad reinaba en el castillo de don Diego López de Haro. Un
día volvió de la caza el caballero trayendo consigo un enorme
jabalí que los encargados de la cocina dispusieron para la cena.
Estando toda la familia a la mesa, dos de los perros de la casa
entraron en el comedor y empezaron a ladrar pidiendo parte del
banquete. Uno era un gran perro alano, muy fiero, y el otro una
perrita de aguas, mucho más pequeña. Don Diego, divertido, les
lanzó una pata del jabalí y los dos perros se abalanzaron sobre
ella, disputándosela. Ante el asombro de todos, la perrita mató al
alano y escapó arrastrando la jugosa pata. Don Diego no pudo
reprimirse e hizo la señal de la cruz, al tiempo que exclamaba:
—¡Dios mío!
¡Jamás había visto algo igual!
En aquel mismo
instante, Mari cogió a su hija de la mano y ambas salieron volando
por una de las ventanas. Nunca más se supo de ellas.
Pasaron de nuevo los
años y, durante una guerra contra los castellanos, don Diego fue
hecho prisionero y llevado a una fortaleza en Toledo. Iñigo Gerra
pidió consejo a los suyos para liberar a su padre, pero nadie
conocía el modo, hasta que un viejo de larga barba blanca abrió la
boca.
—Iñigo, si
quieres ayuda —le dijo—, ve a pedírsela a tu madre. Ella sabrá
decirte lo que tienes que hacer.
Fue pues Iñigo al
monte Anboto y vio a Mari encima de una peña.
—Iñigo Gerra,
querido hijo —habló Mari—, ven hasta mí porque ya sé que
vienes a preguntarme cómo sacar a tu padre de la prisión.
Mari lanzó un grito
y apareció un hermoso caballo blanco ensillado.
—Este es Pardal
—continuó diciendo la Dama—. Te lo doy. Con él ganarás
batallas, pero nunca debes de quitarle la silla, ni siquiera darle de
comer o beber. Hoy mismo te llevará a Toledo y os traerá de vuelta
a casa.
En efecto, Iñigo
montó el caballo y, al momento, se encontró en el patio de la
fortaleza en donde estaba encerrado su padre, lo buscó, lo cogió de
la mano, lo llevó hasta el caballo y ambos regresaron a Bizkaia sin
que ningún soldado hiciera nada por detenerlos, puesto que se habían
vuelto invisibles.
Desde aquel
entonces, todas las entrañas de las vacas que se mataban en la casa
del señor de Bizkaia eran colocadas sobre una peña como ofrenda a
la Dama de Anboto. Y decían que, de no hacerlo, caería un mal sobre
don Diego o sobre sus descendientes, como así ocurrió. Un
tataranieto de don Diego dejó de hacer la ofrenda y perdió un ojo
por no seguir la tradición.
Mari
y el Señor de Bizkaia
Era don Diego López
de Haro, señor de Bizkaia en el siglo XIV, un gran cazador, y
siempre que podía salía en busca de algún jabalí o de algún otro
animal salvaje de los que, en aquel entonces, abundaban en nuestros
bosques y montes.
Un día en que se
afanaba en la caza de una buena pieza, oyó cantar a una mujer en lo
alto de una peña. La voz era tan bella que don Diego sintió unos
enormes deseos de conocer a su dueña, y se dirigió hacia ella.
Nunca había visto
una mujer tan hermosa. Era alta y esbelta, de piel blanca y ojos
negros que contrastaban con el rubio dorado de sus cabellos, que casi
llegaban hasta el suelo. Llevaba un vestido verde bordado con hilos
de oro, y una cinta, también de oro, en la frente. Era tal su
esplendor que don Diego se enamoró locamente de ella.
—¿Quién eres?—le
preguntó.
—La señora deAnboto —respondió ella.
—Puesto que tú
eres señora de Anboto y yo señor de Bizkaia, ¿quieres casarte
conmigo?
La Dama aceptó,
pero le hizo prometer que nunca, nunca haría la señal de la cruz en
su presencia. Se casaron y tuvieron una hija, Urraka, y un hijo,
Iñigo Gerra.
Pasaron los años y
la felicidad reinaba en el castillo de don Diego López de Haro. Un
día volvió de la caza el caballero trayendo consigo un enorme
jabalí que los encargados de la cocina dispusieron para la cena.
Estando toda la familia a la mesa, dos de los perros de la casa
entraron en el comedor y empezaron a ladrar pidiendo parte del
banquete. Uno era un gran perro alano, muy fiero, y el otro una
perrita de aguas, mucho más pequeña. Don Diego, divertido, les
lanzó una pata del jabalí y los dos perros se abalanzaron sobre
ella, disputándosela. Ante el asombro de todos, la perrita mató al
alano y escapó arrastrando la jugosa pata. Don Diego no pudo
reprimirse e hizo la señal de la cruz, al tiempo que exclamaba:
—¡Dios mío!
¡Jamás había visto algo igual!
En aquel mismo
instante, Mari cogió a su hija de la mano y ambas salieron volando
por una de las ventanas. Nunca más se supo de ellas.
Pasaron de nuevo los
años y, durante una guerra contra los castellanos, don Diego fue
hecho prisionero y llevado a una fortaleza en Toledo. Iñigo Gerra
pidió consejo a los suyos para liberar a su padre, pero nadie
conocía el modo, hasta que un viejo de larga barba blanca abrió la
boca.
—Iñigo, si
quieres ayuda —le dijo—, ve a pedírsela a tu madre. Ella sabrá
decirte lo que tienes que hacer.
Fue pues Iñigo al
monte Anboto y vio a Mari encima de una peña.
—Iñigo Gerra,
querido hijo —habló Mari—, ven hasta mí porque ya sé que
vienes a preguntarme cómo sacar a tu padre de la prisión.
Mari lanzó un grito
y apareció un hermoso caballo blanco ensillado.
—Este es Pardal
—continuó diciendo la Dama—. Te lo doy. Con él ganarás
batallas, pero nunca debes de quitarle la silla, ni siquiera darle de
comer o beber. Hoy mismo te llevará a Toledo y os traerá de vuelta
a casa.
En efecto, Iñigo
montó el caballo y, al momento, se encontró en el patio de la
fortaleza en donde estaba encerrado su padre, lo buscó, lo cogió de
la mano, lo llevó hasta el caballo y ambos regresaron a Bizkaia sin
que ningún soldado hiciera nada por detenerlos, puesto que se habían
vuelto invisibles.
Desde aquel
entonces, todas las entrañas de las vacas que se mataban en la casa
del señor de Bizkaia eran colocadas sobre una peña como ofrenda a
la Dama de Anboto. Y decían que, de no hacerlo, caería un mal sobre
don Diego o sobre sus descendientes, como así ocurrió. Un
tataranieto de don Diego dejó de hacer la ofrenda y perdió un ojo
por no seguir la tradición.
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