domingo, 29 de marzo de 2015

BOMBARDEO de DURANGO

31 DE MARZO

1937 

Las campanas y las sirenas antiaéreas despertaron ayer a Durango a las seis de la mañana. Era una falsa alarma. Todos siguieron con su rutina, pese a que algo en el ambiente hacía sospechar que no iba a ser una jornada cualquiera. Como cada día, cientos de personas se acercaron a las dos iglesias de la villa para escuchar la primera misa de la mañana, algunos hortelanos colocaron sus puestos en un improvisado mercado en el pórtico de Santa María de Uribarri y el resto continuó con sus quehaceres cotidianos en un radiante día de primavera. A las ocho y media, las alarmas volvieron a sonar y en el cielo aparecieron cinco bombarderos y nueve cazas. El ruido atronador de sus motores y las primeras explosiones pronto demostraron que aquel aviso era real.



La gente corría despavorida en busca de un improvisado refugio. Los aviones no tuvieron compasión. Empezaron a lanzar bombas al final de la calle Kurutziaga y trazaron una diagonal sobre Durango hasta la estación del tren. En el camino arrasaron la parroquia de Santa María y la iglesia de los Padres Jesuitas, que en esos momentos se encontraban repletas de fieles.


Tras poco más de un minuto –según los testigos- de fuertes explosiones, se hizo un silencio sepulcral, que no tardaron en romper los desconsolados llantos, que un día después aún se siguen oyendo, y el crujir de la alfombra de cristales rotos que cubría el suelo la villa. En un principio, el polvo solo permitía ver a un par de metros de distancia, pero cuando el viento lo removió, se pudo contemplar la barbarie cometida por los catorce aviones. Muchos recordaron en ese momento la reciente amenaza del general Emilio Mola de “arrasar” Bizkaia “hasta sus cimientos”.


Bajo los escombros se oían gritos de auxilio y Durango empezó a organizarse para el rescate de las víctimas. Mientras los heridos eran trasladados a los diferentes hospitales de Bizkaia, un grupo trataba de desatrancar la puerta de Jesuitas, que aunque en un principio parecía haber salido indemne del bombardeo, también sufrió las consecuencias del ataque. Lamentablemente, la caída de su techo había provocado que cientos de personas permaneciesen encerradas en su interior.


Calles de polvo

A las once de la mañana, varios aviones volvieron a sobrevolar la localidad y la gente empezó a huir temiendo un nuevo bombardeo, pero esta vez se trataba solo de una escuadrilla de evaluación de daños. Ante el desconcierto en Santa María, el agente de la Policía foral Antonio Trueba, revolver en mano, obligó a los que allí estaban a que no cesasen en las labores de socorro, ya que se oía una voz bajo los cascotes. Era Rafael Cuevas, monaguillo de la parroquia, que había sido sorprendido por las bombas entre “la segunda y la tercera campanilla de la consagración”, y que, pese a permanecer más de tres horas sepultado, prácticamente no sufría lesión alguna.


Por las calles deambulaban ciudadanos cubiertos de polvo que preguntaban desesperados por sus familiares, niños que abrazaban el cuerpo sin vida de sus padres y hombres que, hundidos en lágrimas, cargaban con el cadáver de un ser querido hasta el cementerio. Era necesario enterrar a los fallecidos inmediatamente para evitar epidemias y se empezaron a cavar dos grandes fosas para los más de tres centenares de muertos.


Entre los fallecidos estaba Carlos Morilla, párroco de Santa María, que hacía unos meses había llegado a Durango desde su Asturias natal en busca de una mayor seguridad en tiempos de guerra. Pero no fue el único religioso que murió en el ataque. El cura de los Padres Jesuitas, Rafael Billabeitia, y once monjas del cercano convento de Santa Susana también perdieron la vida en el bombardeo.


Cuando todavía no habían dado las seis de la tarde y el fuerte olor de pólvora continuaba en el ambiente, ocho bombarderos y quince cazas aparecieron por el mismo punto que habían llegado los de la mañana. Lanzaron artefactos sobre el casco viejo de la villa, que prácticamente estaba desierto y utilizaron las metralletas para acribillar a todos los que se encontraban en el camposanto, cerca del hospital o se habían echado al monte. Con la caída del día, Durango comenzó una de sus noches más oscuras. No había fluido eléctrico y las autoridades prohibieron el uso de velas y candiles, para evitar una nueva ofensiva. Ayer, la gente no podía dormir, pero muchos cerraron los ojos con la esperanza de que, al abrirlos esta mañana, la realidad se desvaneciera y que tan solo se tratase de una horrible pesadilla.nte creyendo que iban a estar más seguros.

ANDER CARAZO

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