«El igualitarismo de nuestro viejo mundo impide el nacimiento del héroe»
Explorador de metáforas
Las danzas le cautivaron cuando era niño. Y ya en la juventud se entregó a su pasión por desentrañar las metáforas que revelan la personalidad de un pueblo. Ha dedicado su vida al estudio del folklore vasco, los bailes, la música, las costumbres, las fiestas, el significado íntimo de las cosas que explican la manera de ver y sentir la vida de una comunidad. Cree que sólo recreándolas desde dentro se podrán conservar. Algunas de sus teorías, además, han sacudido pilares de la antropología clásica.
Texto: Fermín MUNARRIZ
Detrás de tantos años de investigación hay miles de kilómetros y de
horas de trabajo de campo, pero también de contacto y conocimiento
privilegiado de la identidad de este pueblo. ¿Cómo somos los vascos?
Vasconia ha llegado hasta aquí por tener una buena brújula que ha sabido
llevarnos hacia adelante, porque no estamos aquí con permiso de nadie;
estamos porque hemos sabido estar.
Y lo que se advierte en nuestra gente, sobre todo en el mundo campesino,
es un sentido común enorme. Con dos detalles te dan una lección de
antropología que no olvidas en la vida, tan buena como en cualquier
universidad.
¿Con qué se encontraron cuando iniciaron sus trabajos de recopilación del folklore?
La Guerra del 36 había roto todo y había dejado una herida profunda y
una tristeza general. Y siguieron penurias de todo tipo: las secuelas de
la II Guerra Mundial, el hambre, la represión... La gente no estaba
para bailes. Cuando empezamos a investigar en 1966 -treinta años después
de la guerra- éramos la primera generación que zurcía aquello...
¿El folklore es el carné de identidad de un país?
El mundo tradicional es una parte importante de ese abanico amplio que
es la cultura. Va más allá del propio mundo campesino que lo ha creado,
porque está lleno de metáforas maravillosas que, si somos capaces de
descubrirlas, nos pueden permitir continuar en el tiempo.
Arpea.
Y hay más, incluso. Por ejemplo, el filósofo Bertrand Russell ofrece un
apunte muy interesante. En su libro «Elogio de la ociosidad» propone
trabajar sólo cuatro horas al día y, a partir de eso, considera que las
danzas tradicionales, cuyo sentido por el que fueron bailadas
originalmente no ha desaparecido de la naturaleza humana -o sea que
espiritualmente estamos pegados al neolítico-, serían una buena
actividad para el tiempo libre.
¿Cuál es la expresión del folklore que más le ha impresionado?
Me han impresionado muchas. Las primeras impresiones de la juventud
fueron los personajes del carnaval y de la mascarada suletina,
personajes que iban unidos al paisaje, a la arquitectura popular tan
especial de Zuberoa, a un cierto misterio, al bosque de Irati... Todo
esto me interesaba mucho, pero también las danzas de espada de Bizkaia.
Para mí, todo era un mundo misterioso y sorprendente. Me parecía de una
belleza extrema.
Ituren eta Zubieta.
Ahora vivimos en ciudades y nos tenemos que apropiar de esa cultura; no
podemos dejar perder eso, pero para apropiarnos de ella y recrearla
tenemos que conocerla desde dentro; tenemos que conocer las metáforas
que la componen y le dan sentido. Si comprendemos eso no se perderá
jamás.
Desde los tiempos de Estrabón -hace 2.000 años-, que habló en su
«Geografía» de los bailes de los vascones en luna nueva, han sido muchas
las referencias de este tipo entre viajeros y estudiosos. El propio
escritor zuberotarra Augustín Chaho afirmaba que «la diversión favorita
de los vascos es la danza»...
Sí, hay muchos testimonios... Lo que pasa es que en el siglo XVIII
interviene la Iglesia para acabar con nuestras danzas sociales, las
danzas en cadena -por eso sólo han quedado sokadantzas, que son
protocolarias-, porque no podía integrar las culturas campesinas de
Europa, que son muy anteriores a la formación del cristianismo. En la
primera cristiandad, la danza está asociada a los misterios: a los de
Mitra, a los paganos, etc. y la Iglesia sabía que no podía integrarlos.
En los bailes de diversión, hombres y mujeres se tomaban de la mano para
bailar. Los jóvenes iban a buscar a la chica y se establecía la cadena
de la mano. Estoy convencido de que al tomarse de la mano había un
código de presión con los dedos que permitía al chico y a la chica
establecer una comunicación para quedar, para conocerse, para verse,
para lo que fuera... Eso les permitía comunicarse en presencia del
párroco, del alcalde, de los padres... sin que nadie se enterase. La
Iglesia sabía esto por el secreto de confesión e introdujo el pañuelo
entre las manos; así el chico y la chica quedaban a un metro [risas]...
La danza vasca es, fundamentalmente, colectiva en la participación. ¿Cómo es en la creación?
Las danzas no las crea todo el pueblo, el plano creativo es individual.
Puede llegar un momento, por la razón que sea, en que hay un txistulari
más inspirado y crea... Antiguamente también había maestros de danzas
que se desplazaban de un sitio a otro enseñando bailes de palos, etc.
para las fiestas tradicionales. Pero también hay un fondo viejísimo del
folklore europeo que es una especie de aerobic que busca la formación
física del joven para colocarlo bien formado en la sociedad de adultos.
Hay en Gipuzkoa, en Zuberoa, en Bizkaia, en Nafarroa... en todo el país
en general. No era la danza como se entiende hoy desde un patio de
butacas. Aquellas danzas estaban unidas al juego de la pelota y a la
esgrima con palo, un arma terrible en la cual los nuestros eran gente
muy valiosa.
Oteiza tiene unas reflexiones geniales sobre la pelota; es un juego
interesantísimo: no se tiene al contrario delante, sino al lado,
detrás... Nuestros mayores disfrutaban viendo la habilidad de los chicos
bailando -agilidad, fuerza física- y también jugando a la pelota y en
la esgrima con palo, que era más secreta, más oculta, pero existía y se
ha mantenido en muchas culturas.
¿Qué supuso para usted el hallazgo y reconstrucción del baile «Axuri beltza»?
Éramos muy jóvenes. Marian Arregi -luego mi esposa- y yo fuimos a
Otsabagia en 1966 a aprender bailes. En el hostal Orialde cogimos dos
folletos sobre los valles del Salazar y Roncal, editados por la
editorial Auñamendi de Bernardo Estornés Lasa, que vivía en Donostia. En
uno de los folletos se mencionaba una «danza de mozas de Jaurrieta» y
daba una melodía. Para entonces conocíamos a mucha gente en Salazar,
pero aquello me llevó a encontrarme con Estornés Lasa para tener más
información. Nos confirmó que era un baile de muchachas, que lo había
tomado del cancionero de Azkue. Miramos allá y, efectivamente, lo
indicaba, pero decía que era un ritmo de mutildantza o muxiko. Mi mujer y
yo lo montamos, tomamos las dos partes de la melodía, una la bailamos
como una mutildantza y la otra como un muxiko.
En 1969 estrenó en Donostia el espectáculo del mismo nombre, «Axuri
beltza», que marcó un hito, un antes y un después en la danza vasca...
Supuso muchas cosas. Estábamos en la Escuela Vasca de Arte Contemporáneo
y yo me encargaba de esta parcela de cultura. En el estreno del
Victoria Eugenia de Donostia estuvieron Oteiza, Basterretxea, los
cantantes de Ez Dok Amairu, académicos, periodistas, en fin...
Ciertamente, cuando hicimos «Axuri beltza» la gente se emocionó. El
espectáculo no ha bajado de contenido ni de calidad. Me parece un buen
modelo para recuperar nuestro folklore desde dentro. Cada pueblo tiene
un lenguaje propio, una especificidad; nuestra cultura es parte de la
europea, pero tenemos una personalidad a la hora de manifestarla, como
otros pueblos.
¿El folklore está en crisis? ¿Ha decaído el interés por las raíces culturales?
Antes también la gente acudía poco a los ensayos, salvo si había una
salida interesante... Hay un cambio cultural importante que tiene que
ver con las tecnologías. Los chicos y las chicas están en otro mundo. De
momento, es un impasse. Lo importante es que las ciudades recojan esta
herencia cultural y los grupos trabajen sobre ello; por ejemplo, una
sociedad folk que trabaje, se interese, organice conciertos, haga
excursiones, viajes... En países como Holanda o Hungría llevan años
funcionando. Claro, tienen el apoyo del Estado y todo cuelga de ahí.
Para empezar, parten de un estado, y nosotros no tenemos nada; tenemos
lo que tenemos... No soy un optimista sin sentido crítico, pero creo que
se conseguirá mantener nuestro folklore.
En el libro «Danzas morris, origen y metáfora" (2007) usted realizó
una nueva interpretación de los carnavales: los relaciona con el ciclo
de la poda y explica que son las personas, al colocarse la máscara, las
que adquieren el aspecto de los insectos para conjurar las plagas...
Ahí entra el mundo metafórico que comentaba. Nos hemos pasado doscientos
años de Ilustración con una interpretación errónea de lo que son las
culturas campesinas europeas. Hace 12.000 años se produjo el paso de una
sociedad cazadora recolectora a una sociedad de pastores y agricultores
sedentarizados. Eso creó una espiritualidad nueva. En el Neolítico
salió ese universo, muy condicionado por la naturaleza. Por ejemplo, en
invierno los insectos están desaparecidos, no hay moscas... Sin embargo,
cuando llega marzo o abril, como un milagro, ese mundo comienza a
aparecer. Hace más de 10.000 años esto era un condicionante grande para
nuestros antepasados porque tenían que vivir al lado del agua, y a la
orilla del río hay insectos, que además transmiten enfermedades...
El término carnaval es medieval y procede de la Iglesia. Carnaval
-carne levare, en latín- quiere decir dejar la carne, porque
inmediatamente después viene la Cuaresma. Pero los vascos no decimos
carnaval, lo llamamos inauteri y aratuzte.
Inauteri viene de inausi -podar- y aratuzte de araztui -plantar árboles
podados-; por tanto, estamos con la única idea de la poda. ¿Y por qué se
hace la poda? Porque sanea los árboles frutales; los sanea de las
larvas de los insectos que en invierno están ahí, por lo que al cortar
las ramas las larvas caen con ellas y ya no van a salir. Al no estar los
insectos, las sociedades europeas realizan el gran conjuro contra ese
mundo que va a venir.
¿Cómo se realiza el conjuro?
Pues si inausi y araztui tienen una relación con la poda, zomorro
mozorro es el insecto y la máscara. Por tanto, la metáfora de toda
persona disfrazada es el insecto; esa persona está insectizada. Y hay
más, la chavalería también cumple con el rito: van a las casas
enmascarados, cantan y bailan, traen el oso o el animal que sea y la
gente les da algo: vino, dinero... para la merienda. Hemos pagado el
diezmo. ¡Ya hemos pagado a los insectos! No pueden venir a cobrar por
segunda vez lo que ya han cobrado; los dejamos fuera.
¿Y por qué considera que la Ilustración no lo comprendió?
Decía antes que en doscientos años no se ha entendido esto. La
Ilustración se pega a la idea de progreso y que ésta entre los
campesinos sería la idea de fertilidad, pero el campesino no persigue la
fertilidad; la fertilidad no es una ley de la naturaleza que podamos
capturar, lo que existe en la naturaleza es el mal -en abundancia-, pero
si lo apartamos, el bien sale por sí solo. Es una concepción
absolutamente distinta, permite comprender por qué ha funcionado ese
universo. Ha funcionado también dentro de un humor socarrón y fatalista
porque el campesino sabe que, por mucho que haga, la naturaleza hará lo
que tiene que hacer; es gente que tiene sentido común y experiencia.
¿Qué expresan entonces nuestras representaciones de carnaval rural?
Nuestros carnavales son pequeños dramas a pesar de la fiesta, son
bellísimos dramas que explican en una parábola lo que hay detrás. Es así
en toda Europa. Por ejemplo, el carnaval de Lanz tiene varios
personajes centrales: Miel Otxin, Ziripot, Zaldiko, los txatxos, los
perretzailes... El misterio del Zaldiko es posiblemente metáfora de la
plaga de langosta. En los libros de Joel y de Nahúm del «Antiguo
Testamento» -y luego en el «Apocalipsis» de San Juan, que se inspira en
esos dos- se describe la langosta como caballos de guerra que avanzan,
que saltan muros, que entran por las ventanas y el humanos palidece...
La plaga de langosta era la muerte.
En todas las lenguas de Europa, a la langosta le llaman «el caballito»; y
en euskara también. Por ejemplo, en español se le llama caballeta, en
italiano se le llama saltacavaglia (el caballito saltarín), en francés
pouchinchin (el potrito que salta), en ruso y checo kovylka, en rumano
calush... y en euskara tenemos muchos nombres, pero uno de ellos es
larraputinga. En Baztan se dice putinga egin a lo que hace el caballo
cuando piafa y mete el bozo; y larra es el pastizal; por lo tanto,
larraputinga es aquello que piafa y cocea en el pastizal... Pero no
tiene nada de poesía: es el caballito, el que se come todo.
Vayamos con el gigante Miel Otxin: la gente de Lanz lo explica con la
leyenda del bandido; es decir, lo explica desde la óptica del mal. En
medio de una turba que es la locura -que es lo que significa txatxo: la
necedad, la locura- el gigante, el bandido, es paseado; es la imagen del
hambre, de lo insaciable... Pegado a él, el caballito, Zaldiko. Ziripot
sería el caballo, el insecto en el estadio anterior, en forma de pupa,
la larva... Por eso el caballito le pega a la larva y la tira
constantemente como diciéndole «tu tiempo ha pasado».
¿Qué fantasmas espantamos con más frecuencia los vascos?
Posiblemente tenemos más problemas en lo que no espantamos. Somos una
sociedad con unas características y unas tendencias igualitarias que me
parecen importantes. El aspecto igualitario de nuestro viejo mundo hace
que lo colectivo prime sobre lo individual; éste es un concepto muy
viejo, que impide el nacimiento del héroe.
Los vascos no tenemos héroes; socialmente no hay héroes. Por ejemplo,
cada familia sabe dónde pelearon los suyos en la Guerra del 36, pero la
guerra es para olvidar. En las carlistadas, por ejemplo, no hay héroes;
hay un caudillo famoso, Zumalakarregi, pero el pueblo vasco no lo
considera un héroe caballeresco en el sentido heroico.
Esto nos crea una dificultad: el líder social, que sería la otra cara
del héroe, también tiene muchas dificultades aquí para funcionar porque
el igualitarismo cercena muchas cosas.
Por otra parte, la no existencia del héroe quiere decir que hay una
buena presencia femenina, porque es la mujer la que no quiere héroes en
ninguna sociedad. En las que hay héroes están impuestos por el hombre.
Perdemos ritos ancestrales que han sobrevivido durante siglos, pero en
pocos años se introducen nuevas celebraciones ajenas; por ejemplo,
Halloween...
Les interesa a la televisión, a las grandes redes comerciales... Aquí
Halloween se podrá incorporar a ciertas edades: por ejemplo, los niños y
adolescentes o jóvenes con ganas de fiesta que se disfrazan del mundo
de los muertos... No obstante, tiene una connotación: comienzan a
funcionar Eros y Tanatos, y eso tiene un atractivo especial. Pero aunque
se incorpore, va a ser muy difícil que en un plazo relativamente corto
de tiempo se puedan construir leyendas o teatrillos en torno a eso.
¿No es, en cierto modo, perder algo de nuestra personalidad cultural?
Pero eso pasa en las ciudades. En los pueblos no se celebra tanto... O al menos, muy poco.
Ocurre lo mismo con otro tipo de celebraciones, desde las bodas a los
aniversarios o ciertas fiestas populares: en lugar de los bellísimos
bailes autóctonos, se bailan otros de las modas efímeras del momento...
Sí, lo que está de moda... Esto no se puede erradicar, siempre va a ser así.
Eso no impide que se puedan recuperar y mantener ciertas cosas que
forman parte de nuestro mundo tradicional, de nuestra manera de ser. Yo
no creo que se vayan a perder. Son signos de identidad.
El mito cuenta y el rito representa. ¿Cuáles son los principales mitos y ritos vascos?
Aquí, por ejemplo, hicimos un espectáculo que se llamaba «Kondharian» en
el que reuníamos cuentos y danzas que nunca habían estado unidos. Era
una introspección alrededor de algunos cuentos y danzas tradicionales
que, posiblemente, iban pegadas.
Por ejemplo, contábamos el cuento de Juan Artza y bailábamos «Zazpi
jautzi». La relación era que Juan Artza era un osito que procedía de la
violación de un oso a su madre, que era humana. Conforme crecía, cogía
fuerza y saltaba para empujar la piedra que cerraba la cueva. Y no
podía. Al séptimo salto empujó la roca y escapó con su madre al límite
del bosque, donde vivían los abuelos. El oso llegó al límite del bosque y
allá, como está la civilización, no pudo pasar porque él pertenecía al
ámbito salvaje. Esos siete saltos corresponden a esa leyenda.
Nuestros antepasados eran «ursinos», tuvieron al oso como paradigma
durante milenios, y eso nosotros lo hemos perdido. En Juan Artza, la
madre es la inteligencia y el padre, el oso, es la fuerza. Aquí, ahora,
lo aplicamos al revés: funcionamos con la inteligencia del padre y con
la fuerza de la madre. No hay nada que hacer... El igualitarismo es la
inteligencia de la madre y la fuerza del padre, no al revés..
Fuente: GARA
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