Una historia sencilla
Ésta
es la historia de un hombre que participó en una competencia de baile.
La ciudad de
Laborde, en el sudeste de la provincia de Córdoba, Argentina, a quinientos
kilómetros de Buenos Aires, fue fundada en 1903 con el nombre de Las Liebres.
Tiene seis mil habitantes y está en un área que, colonizada por inmigrantes
italianos a principios del siglo pasado, es un vergel de trigo, maíz y
derivados –harina, molinos, trabajo para centenares–, con una prosperidad, ahora
sostenida por el cultivo de la soja, que se refleja en pueblos que parecen
salidos de la imaginación de un niño ordenado o psicótico: pequeños centros
urbanos con su iglesia, su plaza principal, su municipio, sus casas con jardín
al frente, la camioneta último modelo Toyota Hilux cuatro por cuatro brillante
brillosa estacionada en la puerta, a veces dos. La ruta provincial número 11
atraviesa muchos pueblos así: Monte Maíz, Escalante, Pascanas. Entre Escalante
y Pascanas está Laborde, una ciudad con su iglesia, su plaza principal, su
municipio, sus casas con jardín al frente, la camioneta, etcétera. Es una más
de miles de ciudades del interior cuyo nombre no resulta familiar al resto de
los habitantes del país. Una ciudad como hay tantas, en una zona agrícola como
hay otras. Pero, para algunas personas con un interés muy específico, Laborde
es una ciudad importante. De hecho, para esas personas –con ese interés
específico– no hay en el mundo una ciudad más importante que Laborde.
El lunes 5 de
enero del año 2009 el suplemento de espectáculos del diario argentino La Nación
publicaba un artículo firmado por el periodista Gabriel Plaza. Se titulaba «Los
atletas del folklore ya están listos», ocupaba dos columnas escasas en la
portada y dos medias columnas en el interior, e incluía estas líneas:
«Considerados un cuerpo de elite dentro de las danzas folklóricas, los
campeones caminan por las calles de Laborde con el respeto que despertaban los
héroes deportivos de la antigua Grecia.» Guardé el artículo durante semanas,
durante meses, durante dos largos años. Nunca había escuchado hablar de
Laborde, pero desde que leí ese magma dramático que formaban las palabras
cuerpo de elite, campeones, héroes deportivos en torno a una danza folklórica y
un ignoto pueblo de la pampa no pude dejar de pensar. ¿En qué? En ir a ver,
supongo.
Gaucho es, según
la definición del Diccionario folklórico argentino de Félix Coluccio y Susana
Coluccio, «la palabra que se usó en las regiones del Plata, Argentina, Uruguay
(…) para designar a los jinetes de la llanura o la pampa, dedicados a la
ganadería. (…) Habituales jinetes y criadores de ganado, se caracterizaron por
su destreza física, su altivez y su carácter reservado y melancólico. Casi
todas las faenas eran realizadas a caballo, animal que constituyó su mejor
compañero y toda su riqueza». El lugar común –el prejuicio– le otorga al gaucho
características precisas: se lo supone valiente, leal, fuerte, indómito,
austero, curtido, taciturno, arrogante, solitario, arisco y nómade.
Malambo es, según
el folklorista y escritor argentino del siglo XIX Ventura Lynch, «una justa de
hombres que zapatean por turno al ritmo de la música». Un baile que, con el
acompañamiento de una guitarra y un bombo, era un desafío entre gauchos que
intentaban superarse en resistencia y destreza.
Cuando Gabriel
Plaza hablaba de «un cuerpo de elite dentro de las danzas folklóricas» se
refería a eso: a esa danza y a quienes la bailan.
El malambo (cuyos
orígenes son confusos, aunque existe consenso acerca de que es probable que se
trate de una danza llegada a la Argentina desde el Perú) se compone de una
serie de figuras o mudanzas de zapateo, «una combinación de movimientos y
golpes rítmicos que se efectúan con los pies. Cada conjunto de movimientos y
golpes ordenados dentro de una determinada métrica musical se denomina figura o
mudanza (…)», escribe Héctor Aricó, argentino y especialista en danzas
folklóricas, en el libro Danzas tradicionales argentinas.
Las mudanzas, a su
vez, son figuras compuestas por golpes de planta, golpes de punta, golpes de
taco, saltos, apoyos de media punta, flexiones (torsiones impensables) de
tobillos. Un malambo profesional incluye más de veinte mudanzas, separadas unas
de otras por repiqueteos, una serie de golpes –ocho en un segundo y medio– que
requieren, de los músculos, una enorme capacidad de respuesta. Cada vez que una
mudanza se ejecuta con un pie debe ser ejecutada después, exactamente igual,
con el pie contrario, lo que significa que un malambista necesita ser preciso,
fuerte, veloz y elegante con el pie derecho, y preciso, fuerte, veloz y
elegante con el izquierdo también. El malambo tiene dos estilos: sureño –o
sur–, que proviene de las provincias del centro y sur, y norteño –o norte–, de
las provincias del norte. El sur tiene movimientos más suaves y se acompaña con
guitarra. El norte es mas explosivo y se acompaña con guitarra y bombo. Los
atuendos son diferentes en cada caso. En el estilo sur, el gaucho usa sombrero
bombín o galera; camisa blanca; corbatín; chaleco; chaqueta corta; un cribo –un
pantalón blanco amplio, terminado en bordados y flecos– sobre el que se coloca
un poncho con guardas –chiripá–, ajustado a la cintura por una faja de tela;
una rastra –un cinturón ancho con adornos de metal o plata–; y botas de potro,
una suerte de funda de cuero muy delgada que se ajusta a la pantorrilla con
tientos y sólo cubre la parte trasera de los pies, que impactan casi desnudos
sobre el piso. En el estilo norte, el gaucho usa camisa, pañuelo al cuello,
chaqueta, bombachas –pantalones muy amplios y plisados–, y botas de cuero de
caña alta.
Este baile
estrictamente masculino, que comenzó siendo un desafío rústico, llegó al siglo
XX transformado en una danza coreografiada cuya ejecución toma entre dos y
cinco minutos. Si su forma más conocida es la de los espectáculos for export en
los que se lo baila revoleando cuchillos o saltando entre velas encendidas, en
algunos festivales folklóricos del país se lo puede ver en versiones más
apegadas a su esencia. Pero es en Laborde, ese pueblo de la pampa lisa, donde
el malambo conserva su forma más pura: allí se lleva a cabo, desde 1966, una
competencia de baile prestigiosa y temible que dura seis días, requiere de
quienes participan un entrenamiento feroz, y termina con un ganador que, como
los toros, como los animales de una raza pura, recibe el título de Campeón.
Impulsado por una
asociación llamada Amigos del Arte, el Festival Nacional de Malambo de Laborde
se llevó a cabo por primera vez en el año 1966 en las instalaciones de un club
local. En 1973 la comisión organizadora –vecinos entre los que, hasta hoy, se
cuentan manicuras y fonoaudiólogas, maestros y empresarios, panaderos y amas de
casa– compró el predio de mil metros cuadrados de la antigua Asociación
Española y construyó allí un escenario. Ese año recibieron a dos mil personas.
Ahora acuden más de seis mil y los rubros en competencia, aunque con
preponderancia del malambo, incluyen algunos de canto, música y otras danzas
tradicionales, en categorías como solista de canto, conjunto instrumental,
pareja de danzas o cuadro costumbrista regional. Fuera de competencia, en
horario central, se presentan músicos y conjuntos folklóricos de mucho
prestigio (como el Chango Spasiuk, Peteco Carabajal o La Callejera). Cada año,
las delegaciones de bailarines llegan desde todo el país y del extranjero
–Bolivia, Chile y Paraguay– y suman dos mil personas a la población estable de
Laborde, donde algunos de los habitantes abandonan temporalmente sus casas para
ofrecerlas en alquiler y las escuelas municipales se transforman en albergues
para la multitud que rebosa. La participación en el festival no es espontánea:
meses antes se realiza, en todo el país, una selección previa, de modo que, a
Laborde, sólo llega lo mejor de cada casa de la mano de un delegado provincial.
La comisión
organizadora se autofinancia y se niega a entrar en la dinámica de los grandes
festivales folklóricos nacionales (Cosquín, Jesús María), tsunamis de la
tradición televisados para todo el país, porque cree que, para lograrlo,
debería transformar el festival en algo simplemente vistoso. Y ni la duración
de las jornadas –desde las siete de la tarde hasta las seis de la mañana– ni lo
que en ellas se ve es apto para ojos que buscan digestión fácil: no hay, en
Laborde, gauchos zapateando sobre velas ni trajes con brillantina ni zapatos
con strass. Si el de Laborde se llama a sí mismo «el más argentino de los
festivales» es porque allí se consume tradición pura y dura. El reglamento
expulsa cualquier vanguardia y lo que espera ver el jurado –que forman
campeones de años anteriores y especialistas en danzas tradicionales– es
folklore sin remix: vestidos y zapatos que respeten el aire de modestia o de
lujo que los gauchos y las paisanas (como se llama a las mujeres de campo) usaban
en su época; instrumentos acústicos; pasos de baile que se correspondan con la
zona a la que representan. Sobre el escenario no deben verse ni piercings, ni
anillos, ni relojes, ni tatuajes, ni escotes exagerados. «Las botas duras o
fuertes deberán ser con media suela y freno, como máximo, sin puntera metálica,
y de colores tradicionales. La bota de potro deberá ser de formato auténtico,
lo cual no implica la obligación de que sea del material con que se
confeccionaban antiguamente (cuero de potro, cuero de tigre). No se permitirá
el uso de puñales, boleadoras, lanzas, espuelas, ni otro tipo de elemento ajeno
al baile (…) El acompañamiento musical debe ser tradicional y respetarse en
todas sus formas; constará de hasta dos instrumentos de los cuales uno de ellos
será obligatoriamente una guitarra (…) La presentación (…) no deberá
transformarse en efectista», establecen algunos artículos del reglamento. Ese
espíritu refractario a las concesiones y apegado a la tradición es,
probablemente, el que lo ha transformado en el festival más secreto de la
Argentina. En febrero de 2007, la periodista del diario Clarín Laura Falcoff,
que acude al festival desde hace años, escribía: «En enero pasado cumplió
cuarenta años el Festival Nacional del Malambo de Laborde, provincia de
Córdoba, un encuentro prácticamente secreto si se mide por su reducido eco en
los grandes medios de difusión. Para los malambistas de todo el país, en
cambio, Laborde es una verdadera meca, el punto geográfico donde se concentran
una vez por año sus expectativas más altas.» El Festival Nacional de Malambo de
Laborde casi nunca es mencionado cuando se publican artículos sobre la multitud
de festividades folklóricas que pueblan el verano argentino, aunque se realiza
en la primera quincena de enero, entre un martes y un lunes a la madrugada.
El rubro malambo
se divide en dos categorías: cuartetos (cuatro hombres zapateando en
sincronización perfecta) y solistas. A su vez, esas dos categorías se dividen
en subcategorías –infantil, menor, juvenil, juvenil especial, veterano–,
dependiendo de la edad de los participantes. Pero la joya de la corona es la
categoría solista de malambo mayor, en la que compiten hombres –solos– a partir
de los veinte años. Los competidores –a quienes se llama «aspirantes»– se presentan
en un número que no supera los cinco por día. En una primera aparición, que
hacen en torno a la una de la mañana, cada uno de ellos baila el malambo
«fuerte», que corresponde a la provincia de la que vienen: norte, si son de la
zona norte; sur, si son de la zona sur. Después, en torno a las tres de la
mañana, interpretan la «devolución», el malambo de estilo contrario al que
bailaron en la primera ronda: los que bailaron norte bailan sur, y viceversa.
El domingo a mediodía el jurado delibera, establece los nombres de los que
pasan a la final y lo comunica a los delegados de cada provincia que, a su vez,
lo comunican a los aspirantes. En la madrugada del lunes los seleccionados
–entre tres y cinco– bailan su estilo «fuerte» en una final de apoteosis.
Alrededor de las cinco y media de la mañana, con el día clareando y el predio
aún repleto, se conocen los resultados en todas las categorías. El último en
darse a conocer es el nombre del campeón. Un hombre que, en el mismo momento en
que recibe su corona, es aniquilado.
La ruta provincial
número 11 es una cinta de asfalto angosta, con unos cuantos puentes oxidados
por los que pasa una vía por la que ya no pasa el tren. Si se la recorre en el
verano austral –enero, febrero–, se verá, a un lado y otro, la postal perfecta
de la pampa húmeda: campos reventando de un verde como trigo verde, verde
brillante, verde maíz. Es el jueves 13 de enero de 2011 y la entrada a Laborde
no podría ser más obvia: hay una bandera argentina pintada –celeste, blanco– y
la leyenda que dice: Laborde Capital Nacional del Malambo. El pueblo es uno de
esos lugares con límites claros: siete cuadras de largo y catorce de ancho. Eso
es todo y, como es tan poco, la gente casi no conoce los nombres de las calles
y se guía por indicaciones como «enfrente de la casa de López» o «al lado de la
heladería». Así, el predio donde se lleva a cabo el Festival Nacional de
Malambo es, simplemente, «el predio». A las cuatro de la tarde, bajo una
luminosidad seca como un casco de yeso, las únicas cosas que se mueven en
Laborde están en ese lugar. Todo lo demás permanece cerrado: las casas, los
kioscos, las tiendas de ropa, las verdulerías, los supermercados, los
restaurantes, los cibercafés, los almacenes, las rotiserías, la iglesia, la
municipalidad, los centros vecinales, los edificios de la policía y los
bomberos. Laborde parece un pueblo sometido a un proceso de parálisis o de
momificación y lo primero que pienso cuando veo esas casas bajas con su banco
de cemento al frente, las bicicletas sin candado apoyadas contra los árboles,
los autos abiertos con las ventanillas bajas, es que ya vi cientos de pueblos
como éste y que, a simple vista, éste no tiene nada de particular.
Si existen en la
Argentina otros festivales en los que el malambo es uno de los rubros en
competencia –el festival de Cosquín, el de la Sierra–, Laborde –donde este
baile es protagonista excluyente– tiene un reglamento que lo hace único:
establece, para la categoría de malambo mayor, un máximo de cinco minutos. En
los demás festivales, el tiempo aceptable es de dos y medio o tres.
Cinco minutos son
poca cosa. Una ínfima parte de un viaje en avión de doce horas, un soplo en una
maratón de tres días. Pero todo cambia si se establecen las comparaciones
correctas. Los corredores de cien metros libres más rápidos del mundo tienen
sus marcas por debajo de los diez segundos. La de Usain Bolt es de nueve
segundos cincuenta y ocho centésimas. Un malambista alcanza una velocidad que
demanda una exigencia parecida a la de un corredor de cien metros, pero debe
sostenerla no durante nueve segundos sino durante cinco minutos. Eso quiere
decir que los malambistas que se preparan para Laborde no sólo reciben durante
el año previo al festival el entrenamiento artístico de un bailarín, sino también
la preparación física y psicológica de un atleta. No fuman, no beben, no
trasnochan, corren, van al gimnasio, ejercitan la concentración, la actitud, la
seguridad y la autoestima. Aunque hay quienes se entrenan solos, casi todos
tienen un preparador que suele ser un campeón de años anteriores y a quien
deben pagarle las clases y el viaje hasta la ciudad en la que viven. A eso hay
que sumar cuotas de gimnasio, consultas con nutricionistas y deportólogos,
comida de buena calidad, el atuendo (3.000 o 4.000 pesos –600 u 800 dólares–
por cada uno de los estilos: sólo las botas del malambo norte cuestan 700 pesos
–140 dólares– y hay que cambiarlas cada cuatro o seis meses, porque se
destruyen), y la estadía en Laborde, que suele prolongarse por quince días ya que
los aspirantes prefieren llegar antes del comienzo del festival. Casi todos,
además, son hijos de familias muy humildes formadas por amas de casa, empleados
municipales, trabajadores metalúrgicos, policías. Los más afortunados trabajan
dando clases de danza en escuelas e institutos pero hay, también,
electricistas, ayudantes de albañilería, mecánicos. Algunos se presentan por
primera vez y ganan, pero casi todos deben insistir.
El premio, por su
parte, no consiste en dinero, ni en un viaje, ni en una casa, ni en un auto,
sino en una copa sencilla firmada por un artesano local. Pero el verdadero
premio de Laborde –el premio en el que piensan todos– es todo lo que no se ve:
el prestigio y la reverencia, la consagración y el respeto, el realce y la
honra de ser uno de los mejores entre los pocos capaces de bailar esa danza
asesina. En el pequeño círculo áulico de los bailarines folklóricos, un campeón
de Laborde es un eterno semidiós.
Pero hay algo más.
Para preservar el
prestigio del festival, y reafirmar su carácter de competencia máxima, los
campeones de Laborde mantienen, desde el año 1966, un pacto tácito que dice
que, aunque pueden hacerlo en otros rubros, jamás volverán a competir, ni en
ese ni en otros festivales, en una categoría de malambo solista. Un quebrantamiento
de esa regla no escrita –hubo dos o tres excepciones– se paga con el repudio de
los pares. Así, el malambo con el que un hombre gana es, también, uno de los
últimos malambos de su vida: ser campeón de Laborde es, al mismo tiempo, la
cúspide y el fin. En el mes de enero de 2011 fui a ese pueblo con la idea
–simple– de contar la historia del festival y tratar de entender por qué esa
gente quería hacer tamaña cosa: alzarse para sucumbir.
En las calles de
tierra que circundan el predio hay decenas de toldos de color naranja que
cobijan puestos en los que, durante la noche, se venden artesanías, camisetas,
cedés y que, a esta hora de la tarde, reverberan bajo el sol y lanzan destellos
gelatinosos y calientes. El predio está rodeado por un alambre olímpico y,
apenas se entra, a la derecha, está la Galería de Campeones, un sitio donde se
exhiben las fotos de quienes ganaron desde 1966, y puestos de comida, ahora
cerrados, que venden empanadas, pizza, locro (un guiso tradicional), asado y
pollo a la parrilla. Al otro lado están los baños y la sala de prensa, una
construcción cuadrada, amplia, con sillas, computadoras, y una pared cubierta
por un espejo corrido. Al fondo, el escenario.
Conozco historias
sobre ese escenario: se dice que, por el respeto que impone, muchos aspirantes
renunciaron minutos antes de subir; que un leve declive hacia adelante lo
vuelve temible y peligroso; que está tan plagado de fantasmas de grandes
malambistas que resulta sobrecogedor. Lo que veo es un telón azul y, a los costados
y arriba, los carteles de los auspiciantes: Corredores de cereales Finpro, El
cartucho SA transportes, Casa Rolandi, artículos para el hogar. Debajo de las
tablas hay micrófonos que amplifican el sonido de cada pisada con precisión
maléfica. Frente al escenario, centenares de sillas de plástico, blancas,
vacías. A las cuatro y media de la tarde cuesta imaginar que, en algún momento,
habrá aquí algo más que esto: nada, y esa isla de plástico de la que asciende
una onda de calor ululante.
Estoy mirando la
copa de unos eucaliptus, que no alcanzan para detener las garras del sol,
cuando lo escucho. Un galope tendido o el traqueteo de un arma bien cargada. Me
doy vuelta y veo a un hombre sobre el escenario. Tiene barba, galera, chaleco
rojo, chaqueta azul, un cribo blanquísimo, un chiripá de tonos beige, y ensaya
el malambo que bailará esta noche. Al principio el movimiento de las piernas no
es lento pero es humano: una velocidad que se puede seguir. Después el ritmo
sube, y vuelve a subir, y sigue subiendo hasta que el hombre clava un pie en el
piso, se queda extático mirando el horizonte, agacha la cabeza y empieza a
respirar como un pez luchando por oxígeno.
–Buena –dice el
que, a su lado, toca la guitarra.
Este es el primer capítulo de ‘Una historia
sencilla’ (Anagrama, 2013), un libro de Leila
Guerriero.
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FUENTE:http://www.festivaldelmalambo.com/campeones.htm
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